La historiografÃa clásica solÃa considerar la decadencia moral de Roma, la corrupción de sus emperadores y la pusilanimidad de sus elites dirigentes como uno de los factores que más contribuyeron al desbordamiento de las fronteras por las tribus bárbaras y a la falta de eficacia de las legiones en la defensa del imperio. Hoy, todas esas teorÃas sobre la decadencia moral que dieron argumento y recursos a algunos de los mejores peplum de Cinecittá han sido superadas por el economicismo, la sociologÃa y la estadÃstica. Ahora sabemos que si Roma se fue finalmente al garete fue porque subió el precio de los granos, porque los pueblos del Rhin padecÃan una demografÃa conejil o porque la manumisión de los esclavos se habÃa convertido en un excelente negocio para sus dueños, que ganaban más liberándolos que haciéndoles currar en el agro. Pero fuera la decadencia de las elites la causa determinante de la caÃda del imperio, o fuera sólo un sÃntoma más de un proceso guiado por las leyes de la economÃa, lo cierto es que nunca asesinaron tanto, ni se pelearon tanto entre ellos, ni distrajeron recursos del erario público las decadentes familias patricias de la Roma imperial tardÃa, como cuando los bárbaros estaban justo a tiro de piedra de las murallas de su ciudad. Fue también en esos momentos crÃticos cuando más se ensañaron los patricios y sus clanes en la batalla por el control del efÃmero del poder de un imperio en descomposición y cuando las facciones de la nobleza más se enzarzaron en disputas palaciegas y conflictos sangrientos. Algo parecido a esto es lo que viene ocurriendo en la polÃtica española desde hace ya un par de años. Más se acercan los enemigos del imperio a la agotada fortaleza de Ferraz, más se empeñan sus defensores en conspirar a bastonazos para decidir la trascendental cuestión de quién será el que entregue las llaves del recinto a los invasores victoriosos, los nuevos bárbaros, que ahora no llegan de detrás de los grandes rÃos continentales, sino de la calle Génova y bares aledaños. Pero el origen de los invasores es diferencia escasa entre el pasado y el presente. La diferencia (en absoluto desdeñable) entre el ahora mismo y el ayer histórico estriba en que hoy ya no corre la sangre por los mármoles del foro, ni se obliga a los vencidos a beber cicuta, ni se despeña a los disidentes por la roca Tarpeya. Hoy se jubilan los cesantes con cargo al erario público y se retiran a sus nuevos chaleses en provincias, mientras nos largan elaborados discursos sobre la necesidad de contener el gasto.