Gadafi ha muerto. Su situación personal y polÃtica no tenÃa salida y él mismo lo venÃa anunciando. Aislado por quienes ya no querÃan ser sus amigos, ignorado por quienes protegieron sus crÃmenes y desvarÃos y quienes le rieron su poca gracia a cambio de generosas inversiones, espléndidas comisiones y sustanciosos contratos petrolÃferos, su fin estaba cantado.
Pero, ¿y ahora? Un panorama incierto se cierne sobre Libia. Tan incierto como el de antes. La constelación de grupos e intereses distintos que ha derribado el régimen es una concertación circunstancial sostenida apenas por la promesa de apoyo de ParÃs y Washington y asentada sobre esperanzas islamistas y viejas complicidades con el propio Gadafi. Pero la creciente tensión internacional, la crisis europea, la reaparición de los viejos nacionalismos occidentales y el complicado escenario norteafricano van a dejar poco margen a las florituras de los nuevos dirigentes libios y van a abrir el campo, por utilizar el término futbolÃstico, al islamismo. Y ese es el cálculo que no han hecho las diplomacias occidentales o, lo que es más probable y peligroso, lo ocultan para obtener ventajas momentáneas, y el futuro dirá. Todo un ejemplo de responsabilidad que deberÃa sorprender.
Ahora, la nueva Libia nace sin fantasmas. Tendrá que optar entre la transición suave y afrancesada de Túnez, la hipócrita alternativa militar egipcia o la más inquietante evolución de los paÃses del Golfo. Libia tiene pendiente los derechos de sus ciudadanos pero, además, tiene contenciosos territoriales con Egipto y Sudán, que puede acabar siendo plataforma de nuevas desestabilizaciones. Y cualquiera que sea el escenario y su evolución, las consecuencias van a sufrirlas o disfrutarlas los ciudadanos libios en primer lugar, pero en segundo los paÃses europeos de la ribera norte del Mediterráneo, que no pasan precisamente por momentos de aprovechamiento de oportunidades o de capacidad para ejercer influencia exterior. Esas son las claves.