CUBA > UNA CONVERSACIÓN INÉDITA CON FIDEL (I)

“Pase usted, que estuvo en La Habana”

POR CARMELO RIVERO

El Che y Fidel Castro, en el triunfo de la revolución cubana. / DA

Cuba. Guillermo Cabrera Infante, enemistado hasta la muerte con Fidel, paladeaba un condal cuando me dijo, con humo en la voz, en los años 80, que Canarias era Cuba y aquel puro no habano elaborado en estas islas, que acababa de regalarle, era mejor habano que un cohiba de su isla natal por mucho que lo fumara el Comandante. He ido y venido, como en estado de trance, de Canarias a Cuba y de Cuba a Canarias frecuentemente desde la primera vez, hace 37 años, cuando descubrí las columnas de La Habana Vieja de Carpentier, la Llave del Nuevo Mundo que mucho tiempo después recrearía con pasión enamoradiza de cronista sentimental el recordado Adrián Alemán -inscribiéndose en la lista inagotable de los amantes insaciables de Cuba la bella-. Como tantos, caí atrapado en sus redes: La Habana, la de La Bodeguita del Medio de Carlos Puebla en la Calle Empedrado, la de los mojitos, arroz blanco y frijoles negros (el célebre congrí habanero, indiferente a nuestro moros y cristianos). La de El Floridita de los daiquiris de Hemingway y las casas palaciegas descascarándose. La Habana Vieja apuntalada de Eusebio Leal, guardián sin tregua del casco histórico Patrimonio de la Humanidad como La Laguna. La Habana contiene a La Palma en la palma de la mano, las dos hablando con vistas al mar mientras fuman o cantan. Cuba y La Palma fumando esperan a los que van y vienen, a los que traen y llevan. De soneros, verseadores, improvisadores, artesanos y lectores de tabaquería está hecho el diálogo de hojas secas de dos islas ligadas en un hábito de volutas que vuelan de orilla a orilla.

En los años 70, cuando pisé Cuba por primera vez novato y temerario -el sólo hecho del viaje levantaba sospechas en este país todavía dictadura-, reparé en los libros que allí estaban tirados de precio. Mi hermano Martín -que fue de avanzadilla- y yo traíamos cajas llenas de títulos malditos para el régimen vigente en España. Sólo la providencia tiene explicación para el misterio de que nos dejaran pasar en el control de seguridad del aeropuerto aquella biblioteca roja por los cuatro costados fraccionada en bultos como si trasplantáramos una librería completa a modo de un inmueble prehistórico. Libros del Che, de los discursos de Fidel, de marxismo, del poeta Nicolás Guillén, que nos habló conmovido de Tomás Morales, libros rusos, libros usados y rehusados del este proscrito y la heresiarca Latinoamérica, libros que mi tío Paco -el librero de la familia- habría despachado bajo cuerda en la Calle del Castillo de Santa Cruz de Tenerife como hacía con los de Ruedo Ibérico. Los traje como un indiano cargado de libros incómodos hasta las cejas.

Las ganas de saber, viajar y vivir con los ojos abiertos me han llevado a tomar notas compulsivamente. De ahí, la proliferación de libretas manuscritas que sigo cosechando al margen de utensilios más modernos. Una de esas libretas se me perdió hace 13 años, para mi desgracia. Ni rastro de ella. No pueden imaginarse cuánto la he buscado de modo infructuoso durante todos estos años. En sus páginas -casi tendríamos que hablar de mi palimpsesto cubano- había un material inédito de máximo interés al menos para mí y supongo que para los historiadores y biógrafos más intrigados por el personaje que, para bien o para mal, ha dirigido los destinos de la Cuba del último medio siglo: Fidel Castro. La libreta terminó por aparecer en el pandemónium de mi despacho, como por arte de magia. Si hubiera de interpretar el hallazgo, diría que los duendes la guardaron hasta hoy, como quien desclasifica un documento. ¡13 años desaparecida! La libreta volvió por su propio pie. García Márquez sostiene que el mejor periodismo es el de siempre, el de bolígrafo y libreta, una apostasía a la vista del periodismo electrónico que se ha impuesto -estos días, sin embargo, he visto defender a Arianna Hufftington, la dama bloggera, prácticas tradicionales del viejo oficio, y Steve Jobs, en realidad, nos ha legado la libreta del futuro, el iPad-. En la primitiva libreta analógica de argollas de tapa roja con el típico anagrama del ‘ancla’ de toda la vida: más de tres horas de conversación con Fidel, entrecortada por los lapsos con los visitantes de una numerosa delegación canaria, ratos a solas en una esquina del salón de recepciones, la mirada atenta de más de un observador, alguna pregunta en medio de esto o aquello y mi continua búsqueda de alguna declaración reveladora. Fidel ha sido el objetivo más acariciado de cualquier periodista. Queda fuera de toda discusión que, al margen del color y la férula de su gobierno, se trata de un personaje histórico, que trasciende la política y merece figurar en una revisión del volumen canónico de Las grandes entrevistas de la historia (1859-1992) editado por Christopher Silvester -hay magníficos diálogos con él de grandes maestros del periodismo internacional-. ¿De qué hablamos esa noche, en esta charla intensiva, con Fidel? De Clinton, de Kennedy, de la niñez, la familia, el padre gallego, la madre de ascendencia canaria, la revolución, el Che, la visita del Papa, la salud, el Teide y hasta el PPG, que es el Viagra cubano, más antiguo que éste, extraído de la cera de la caña de azúcar, un reconstituyente ergogénico, de efectos hipocolesterolémicos, famoso entre los turistas de avanzada edad.

El hijo de Leonor Pérez

El destino me puso a Cuba en el camino como a miles de canarios, que, si regresaban, eran distinguidos en el pasado con signos de admiración. “Pase usted delante, que estuvo en la Habana”, les decían cediéndoles el paso en la calle. Durante años, en una especie de barco invertido que cubre las mesitas del Quiosco Numancia, en Santa Cruz, me reunía por la tarde a hablar de Cuba con mi amigo el cubanófilo Julio Hernández García, autor de una tesis doctoral de referencia sobre la emigración de Canarias a Cuba galardonada con el premio Viera y Clavijo. Para hablar de Cuba. Hablar de Cuba era y es hablar de Martí, hijo de la tinerfeña Leonor Pérez, que nació en la calle Puerta Canseco. De los canarios que lucharon por la independencia de la llamada perla del Caribe junto a Maceo, como el isleño centenario que entrevistamos a tiempo antes de morir, y del que conservo una foto junto al poeta Pedro García Cabrera del día que lo visitamos en su casa tinerfeña. Hablar de Cuba era y es hablar de los vegueros, cuya revuelta contra el estanco español -monopolio del tabaco- en Cuba fue, según me dijo el propio Fidel, “embrión de la conciencia emancipadora”. Era y es hablar de los versos de Martí (“Cultivo una rosa blanca / en junio como en enero / para el amigo sincero / que me da su mano franca. / Y para el cruel que me arranca / el corazón con que vivo, / cardo ni ortiga cultivo; / cultivo la rosa blanca”). Con las palabras afecto y amistad justificó Manuel Hermoso en 1994 la polémica visita a Cuba que reabrió el puente entre las dos orillas cuando España, bajo el gobierno de Aznar, tensó las relaciones bilaterales: Embajada del cariño, aquella expedición llevó a Cuba 24 guaguas, dos millones y medio de latas de sardinas, transformadores, leche en polvo, colchones y material escolar. “Los canarios iremos siempre adonde haya canarios”, nos diría por entonces Isidoro Sánchez, viceconsejero de Relaciones Institucionales, y así sería en los años posteriores con Francisco Aznar, que tenía las puertas abiertas de Cuba y un hilo directo con el influyente castrista Gallego Fernández. Hablar de Cuba era y es hablar de Silvestre de Balboa (el paisano autor del primer precedente literario de Cuba, Espejo de Paciencia, texto que traje y con el que obsequié al crítico Lázaro Santana en uno de aquellos viajes iniciáticos). Era y es hablar del Guanche, que dirigió el periodista palmero Luis Felipe Gómez Wangüemert. Hablar de agricultores y buhoneros, de agricultores palmeros, que, a juicio del Comandante, “nos enseñaron nuevas técnicas de cultivo del tabaco”. Y hablar hasta de jóvenes mujeres canarias prostituidas en el puerto de La Habana al decir de un historiador que nos inspira confianza: Hugh Thomas. Es, asimismo, hablar del mencionado García Márquez, cubano de adopción y, por tanto, canario por asimilación, y es hablar del Che Guevara, que se rodeó de canarios fieles en su Bolivia postrera, y, por último, es hablar de Fidel, canario por parte de madre, el revolucionario y estadista que ha sobrevivido a los sobresaltos de la historia hasta nuestros días en una vida plagada de atentados fallidos, una caída aparatosa que todos vimos en televisión y una enfermedad que parecía mortal en 2006 y resulta que lleva un lustro siendo un mal pasajero.

En su última etapa, Fidel ha ejercido de periodista de opinión, como columnista en el Granma, con la misma vena vocacional con que había devorado siempre toda la información a su alcance acerca de su isla y el mundo, cuanto más desde que gobierna nuestras vidas Internet. Fidel ha sido un comunicador nato que en sus buenos tiempos improvisaba discursos kilométricos ante mareas humanas extasiadas. En uno de aquellos viajes a La Habana, durante la celebración de la Cumbre de Países No Alineados, asistí atónito a la siguiente escena: Fidel cogió la hebra y, cuando la soltó, se agolpaban a su alrededor como impulsivos fans, líderes curtidos en mil batallas, desde Arafat hasta los zimbabuanos Robert Mugabe y Josua Nkomo, mientras, al fondo, sentado, acaso por la edad o el orgullo, contemplé a un anciano Tito que permanecía impasible. A Mugabe le pedí una entrevista; luego supe que me la había concedido y le dejé esperando sin saberlo para entrevistar, en su lugar, a Vilma Espín, la feminista esposa del entonces ministro de Defensa, Raúl Castro, hoy al frente de Cuba como sucesor de su hermano.

Sí, hablar de Cuba entre cafés y puros, era para nosotros hablar de literatura, de historia y de política. Y de José Miguel Pérez, el palmero fundador de los partidos comunistas de Cuba y Canarias, con cuya familia estuve en otra escapada a la mayor de las Antillas. Yo traía siempre de Cuba cosas que contar.

Una vez coincidí con Pedro Lezcano y lo vi subirse al escenario, rodeado de emigrantes y descendientes de las islas, a los que recitó con ardor su célebre poema La maleta, “una maleta grande, de madera: / la que mi abuelo se llevó a La Habana, / mi padre a Venezuela”. En otra ocasión, fui en misión secreta, si se me permite esta expresión exagerada. La Asociación de Amistad Canario-Cubana, que presidía Paco González Casanova, me encomendó la tarea de llevar bajo el brazo una lápida con el busto en relieve de Leonor Pérez, la madre canaria de Martí, al ICAP (el Instituto Cubano de Amistad con los Pueblos, que presidía René Rodríguez). Llevé obedientemente aquella pesada copia en bronce de la silueta esculpida por Fernando Garciarramos, y hoy cuelga, en efecto, en la noble mansión sede del organismo en Vedado. La historia de esa lápida original colocada cerca de la calle natalicia de la madre del poeta y apóstol de la independencia cubana, en Santa Cruz de Tenerife, y su copia llevada por mí a Cuba es la de una deuda saldada, tras años de desmemoria histórica por parte de nosotros, los paisanos de aquella mujer que trajo al mundo al poeta revolucionario más relevante de América Latina, José Martí. Fue un empeño de Paco Casanova, que dejó en su ausencia una simbiosis de cubanidad y canariedad difícilmente encarnable en cualquier otra persona que no reuniera sus valores humanísticos y su entrega desinteresada.

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Un tímido orotavense

¿Quién era Paco Casanova? Un idealista, un tímido orotavense generoso y solidario, un valiente de los pies a la cabeza que sabía disimularlo y se comprometió con la causa cubana de Fidel en Sierra Maestra sin decir nada a nadie, en los tiempos de la caverna política de este país. Paco era un revolucionario ingenuo e ingenioso, que, bajo una apariencia gris y despistada, empleaba métodos de activismo clandestino y de ayuda a la insurrección a riesgo de todo y a cambio de nada, sin levantar sospechas ni desmentir su cara de no matar una mosca. Trabajaba de representante de productos farmacéuticos, lo que le sirvió de coartada para enviar remesas de medicinas a los jóvenes rebeldes cubanos en los barcos que recalaban en el puerto tinerfeño camino de las Antillas, haciendo creer que su trajín era un mero intercambio de palomas con colegas colombófilos. Fidel no olvidó nunca el gesto personal de aquel filántropo canario con apellido de aventurero ilustrado. Casanova, amigo primero de la revolución cubana, fue después amigo de Fidel. Las medicinas de Paco eran bien recibidas en la adversidad de la Sierra tanto para los más sanos como para los más débiles, como el asmático Che. La secretaria y compañera de Fidel, Celia Sánchez Manduley, que murió de cáncer más tarde, era uno de los contactos de Paco. Y cuando, años después del triunfo de la Revolución, Paco viajó a conocer, por fin, La Habana, sonó el teléfono y escuchó una voz característica de bajo tono que le pidió casi susurrando que lo esperara. Paco se quedó de piedra, ya se disponía a irse al aeropuerto para tomar el avión de regreso a Canarias, y se sentó a esperar en su habitación probablemente temiendo que fuera una broma. No tardó en oír el revuelo de pisadas en el pasillo del hotel, tocaron a la puerta y, cuando abrió, se encontró de frente con el hombre, el mítico guerrillero al que había suministrado infinidad de medicamentos sin conocerlo personalmente. Aquel encuentro, inmortalizado en una foto que Paco conservó toda la vida como oro en paño, fue el hilo del que tiramos Julio Hernández, mi hermano Martín y yo, para escribir un libro titulado Cuba en Canarias. Casanova, el amigo isleño de Fidel Castro (editado por el Cabildo de Tenerife y el Centro de la Cultura Popular Canaria). En una carta-prólogo del propio Fidel, el Comandante escribió una postdata de puño y letra: “Me olvidé mencionarte que por parte de mi madre llevo con honor un porcentaje de sangre isleña”.

Esta palabra, el gentilicio isleño, había sido objeto de una interesantísima digresión del comandante en otro viaje anterior a Cuba. Irrumpió una noche de verde olivo en una velada de canarios que visitábamos la isla y nos desplegó su teoría del isleño, un personaje “con mucho carácter, que se hacía respetar”. (En esa oportunidad, nos sorprendió a todos desvelando -creo que fue la primera vez que se supo, y así lo publicamos en un reportaje entonces- que tenía origen canario por parte de madre. Le pregunté si le gustaría conocer Canarias y no se lo pensó dos veces: “Antes de morirme iré allí, no les quepa la menor duda”.) Yo me acordaba de las lecciones que me daba mi amigo Julio Hernández al abrigo de un café humeante mientras consumíamos sendos habanos: un día me habló del don autoritario del caporal isleño en las haciendas cubanas, que lo hacía temible, incluso ante sus paisanos. Fidel lo describió: “De ahí que en Cuba se dice que el canario cuando se pone de mal humor suele exclamar, “¡me salió el isleño!”, pero, además de carácter”, añadió, “el canario tuvo siempre capacidad de trabajo, ha sido un gran trabajador y se ha granjeado por eso el respeto de nuestro pueblo”.

En una foto se me ve en cuclillas registrando sus palabras en un viejo magnetofón ya obsoleto; me acerqué a él, me miró y dejó que la cinta cassette siguiera girando con el play y el rec pulsados. Guardo, por tanto, grabadas su charla sobre el isleño y la tormenta de preguntas que dirigió a Julián Conde y el alcalde de Arico, Gaspar Sierra, sobre la producción de nuestras plataneras, entre un vendaval de cuestiones que le eran por lo visto de sumo interés. Me pareció desde entonces un curioso empedernido. Lo que traigo aquí sin estrenar tiene que ver, pues, con ese personaje del que me vengo documentando desde una lejana lectura de la magistral biografía escrita por el maestro Tad Szulc, una vez que mi traviesa libreta ha salido de su escondite, al cabo de trece años, para darnos a conocer su secreto. En ella habla Fidel.

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