No es fácil entender la instintiva simpatía o antipatía que sin causa notoria inspiran las personas con quienes nos relacionan las circunstancias de la vida. Sin saber ciertamente la causa sobreviene un más o menos vehemente sentimiento de hostilidad o benevolencia hacia determinados individuos como si la callada voz, que resuena en nuestros adentros, nos impulsara a precavernos de unos o nos exhortara a confiarnos en otros, al paso que nos deja en absoluta indiferencia respecto de muchísimos, ignorando la explicación de los motivos.
Comúnmente nos inclinamos a la amistad por emoción sin detenernos en la reflexión, y así sucede que la recelosa antipatía con que al principio se puede mirar a alguien cambie en viva simpatía en cuanto la frecuencia del trato o el toque de la prueba nos descubre insospechadas prendas de carácter.
Pudiera ocurrir que la simpatía falle en la ocasión, y de la configuración o concepto que se tenga del personaje en cuestión caiga aquél en quien más ciegamente estaba puesta la confianza.
Esa superficial amistad de puro visiteo participa de los vaivenes de las emociones y constituye en multitud de ocasiones un comercio social con una cuenta corriente de los favores que se hacen y los que se reciben. Las disposiciones legales, ordenanzas de reglamentos, normativas y circulares, parece como si todo lo tuvieran previsto para atajar “las mangas” o pasos de favor y abrir cómodos y fáciles caminos al merecimiento.
Aparentemente, todo lo legal es justo, pero la amistad entreabre a “la chita callando” la rendija de la interpretación para que furtivamente o a hurtadillas se cuele la injusticia.
En este equívoco culto de la amistad hay una serie de escalones que nos convierten en protegidos del de arriba y protectores del de abajo, aunque con excesiva frecuencia no recordamos la protección que debemos, rememorando exclusivamente la que se presume merecer.
De esta forma, para quien pueda concederla son las sonrisas, los saludos majestuosos, el aguante desmedido, los incumplimientos de citas y esperas, mientras que para aquel que nada puede darnos son las premuras, el mirar para otra parte o sobre el horizonte, y las constantes disculpas. Porque la auténtica amistad no nace de la esperanza de recibir ni la mata el temor de dar, no se antepone al deber ni se resiente de verse pospuesta al deber.