Hace pocos meses la delegada de la Fiscalía Anticorrupción en Tenerife, María Farnés, ironizaba sobre los escandalizados por la eternización de las diligencias en el proceso judicial de Las Teresitas. Están a punto de cumplirse seis años desde que, a partir de la denuncia de un colectivo autodenominado Ínsula Viable, la señora Farnés interpuso una querella contra el entonces alcalde de Santa Cruz de Tenerife, Miguel Zerolo. La señora Farnés hablaba de la complejidad de las investigaciones y de las dificultades de coronar “un Everest judicial”, pero, al mismo tiempo, indicaba que las mismas estaban “a punto” de cerrarse. A pesar de ello, a finales del pasado junio, la fiscal de Anticorrupción aun solicitaba prolongar la instrucción otros seis meses. Durante varios años se han ampliado las imputaciones: en fecha tan reciente como el pasado mayo la magistrada Carla Bellini imputó por un supuesto delito de malversación de caudales públicos a los hijos de Antonio Plasencia e Ignacio González Martín. El sumario ha engordado hasta los 35.000 folios -las dos terceras partes de los cuales permanecen bajo secreto-, han desfilado más de un centenar de testigos, se han pinchado docenas de teléfonos, se han mandatado seis comisiones rogatorias al extranjero, desde México a Sudáfrica, con especial atención a los paraísos fiscales, se han efectuado innumerables de entrevistas discretas con empresarios, periodistas y funcionarios, se han desplazado a Canarias una veintena de mandos y especialistas de la Unidad de Delitos Monetarios de la Policía Nacional, se ha dispuesto en la instrucción una pieza separada dedicada a los terrenos de Las Huertas. Y después de que, en palabras de la fiscal Farnés, “ya todo lo que debería atarse está atado”, la magistrada Bellini ha retirado en las últimas semanas la imputación del delito de cohecho, en lo que a un profano en asuntos procesales se le antoja como una danza de siete velos, a todos aquellos a los que se le había adjudicado, incluyendo, finalmente, a Miguel Zerolo, senador por la Comunidad autonómica de Canarias.
Con estas decisiones, la magistrada Bellini, hipotéticamente, no se está cargando el sumario sino, en todo caso, intentando que no se derrumbe como un castillo de naipes a su entrada en el Tribunal Supremo. El auto por el que retira la imputación de cohecho a Miguel Zerolo es muy ilustrativo, como lo son, en buena parte, las instrucciones llevadas a cabo en las secciones del sumario a las que se levantó el secreto. Ambos extremos revelan un modus operandi procesal muy particular. El informe que sustenta la querella de la señora Farnés se alimenta básicamente de soplos que cosecha la investigación policial en entrevistas con fuentes por lo general anónimas. En el ámbito de la profesión del que esto escribe son conocidos los telefonazos recibidos por algunos periodistas en los que se les invitaba a un encuentro -con preferencia por la cafeterías cutres y baretos más o menos destartalados- en los que se preguntaba acuciosamente por cualquier cosa que supieran acerca de Zerolo y su entorno político, familiar y amistoso. Cuente, cuente, cuente lo que haya oído o lo que ha oído que ha oído cualquier otro. Ese conjunto mejor o peor hilvanado de declaraciones anónimas constituyó la masa crítica sobre la cual se articularon los interrogatorios en sede judicial y se orientaron las pormenorizadas investigaciones bancarias y económicas cuyo resultado final fue, aproximadamente, nulo. La señora Bellini concluye, con una tranquilidad pasmosa al cabo de un lustro, que de la información obtenida solo se pueden extraer “suposiciones” sobre las que no puede sustentarse con el suficiente rigor “un juicio de referencia razonable”.
Encuentro más razonables las declaraciones de los que se han visto exonerados de la imputación de cohecho que las afirmaciones de los se indignan (también) por las mismas. Es radicalmente cierto que el caso de Las Teresitas sigue vivo y que no han sido retiradas las imputaciones por malversación de fondos y prevaricación, dos delitos cuya gravedad no es discutible. Pero no lo es menos que retirar las imputaciones de cohecho es una decisión judicial singularmente relevante. Significa, por lo pronto, que Miguel Zerolo y los demás imputados ni sobornaron ni fueron sobornados y se me antoja perfectamente legítimo que, después de un lustro en la picota pública, los afectados expresen su satisfacción. No sé a qué extremos se quiere llegar en este asunto. ¿A qué Zerolo -que ha mantenido un silencio pétreo a lo largo de todas las diligencias previas y bajo el fuego granado de titulares, editoriales y acusaciones- se esté callado cuando le retiran la imputación de cohecho? ¿A qué los empresarios y los restantes políticos imputados por este delito guarden un mutismo absoluto? La ley establece que nadie es culpable hasta que se demuestre lo contrario, pero al parecer resulta escandaloso que los ahora parcialmente desimputados defiendan su inocencia y muestren su contento por la decisión de la magistrada Bellini. La retirada del delito de cohecho también es destacable desde un punto de vista operativo y procesal. De lo conocido públicamente del sumario se desprende que la parte más amplia, intensa y sistemática de la investigación se dirigía, precisamente, a averiguar si existían pruebas o al menos indicios sólidos de cohecho, y no ha resultado así. Aunque el delito de malversación de caudales públicos no tenga una relación de dependencia con el delito de cohecho, la inexistencia o no comprobación del segundo suele debilitar la sustentación argumental y documental del primero, tal y como lo define el artículo 432 del Código Penal: “La autoridad o funcionario público que, con ánimo de lucro, sustrajere o consintiere que un tercero, con igual ánimo, sustraiga los caudales o efectos públicos que tenga a su cargo por razón de sus funciones, incurrirá en la pena de prisión de tres a seis años e inhabilitación absoluta por tiempo de seis a diez años”.
Los que, sobre el proceso judicial de Las Teresitas, hemos asistido asombrados a las dos estrategias mediáticas desarrolladas (el silencio misérrimo y esquinado y el amarillismo infecto disfrazado de periodismo de investigación) y hemos reclamado prudencia, mesura y profesionalidad informativa, creemos que los medios de comunicación han protagonizado, en el capítulo de los escándalos judiciales desatados y tuneados en Canarias en los últimos años, una de sus horas más bochornosas desde la transición democrática. El resto, en cambio, no es más asombroso que un baile de disfraces. Incluidas las coreografías de aquellos que encuentran las decisiones judiciales que se ajustan a sus deseos y expectativas como justas y beneméritas, mientras que las que no les gustan son identificadas como frutos de la putrefacción diabólica del sistema judicial. En el transfondo inicial del proceso judicial de Las Teresitas -y a la espera de lo que decida el Tribunal Supremo- ha existido un impulso político y partidista que se simuló en su día y que, actualmente, se sigue enmascarando. No dudo que los denunciantes de Ínsula Viable sabrán por qué. Lo que me gustaría es que algún día compartieran esas razones con los ciudadanos.