X
Domingo cristiano >

Esta porquería de navidad > Carmelo J. Pérez Hernández

   

Es que no merece ni la mayúscula. Prometo a mis sufridos lectores que estaba totalmente decidido a escribir un artículo moderado, de consenso, de esos en los que encaja decir que es cierto que el consumismo impera en la sociedad, pero que siempre hay un rincón para vivir el sentido hondo de esta fiesta.

Pues no. Resulta que me siento a meditar en las lecturas de hoy y me ha hervido la sangre. Que se me ha revuelto el estómago, oiga. Pienso yo que le pasará lo mismo a todo creyente que este domingo se coloque ante la lectura de Isaías que se proclama en los templos. Es insoportable el contraste entre la apasionada y apasionante belleza con que el profeta grita al cielo para que envíe al salvador y la frivolidad en la que hemos sustentado estas fechas. Nada nuevo, ya lo sé.

Impresionante Isaías. “Por qué”, se pregunta. Por qué cerramos los ojos ante ti, por qué volvemos una y mil veces a creernos los dueños de la vida, por qué estando tan cerca te sentimos tan lejos, por qué elegimos quedarnos con los dioses extraños que han acampado en nuestro jardín.

“¡Rasga el cielo y baja!”, grita el profeta, resumiendo en ese rugido el deseo de la humanidad toda, también de aquella que busca a Dios sin saberlo. Rompe el cielo, Señor, si hace falta. Rásgalo, rómpelo, desgárralo si hace falta, pero no prolongues la distancia entre ti y nosotros, Señor.

Cada día que estamos sin ti es una agonía, aunque la vivamos sin ser conscientes de ello. Cadáveres somos si tú no estás, parece decir el profeta. ¿Para qué sirve el barro si no hay un alfarero que lo modele? ¿Qué hará el recién nacido si se retira su madre nada más llegar a este mundo? ¿Para qué existen los sueños si no hay nadie que los sueñe?

A mordiscos, si hace falta, rompe el cielo, Señor, y baja. Y que se estremezcan nuestras entrañas sólo de imaginarlo. Hoy comienza el Adviento y nos esperan cuatro domingos apasionantes… o cuatro porquerías de domingos, preámbulos de una porquería de navidad, en minúscula. Ni siquiera el hecho de vivirlos en una comunidad cristiana nos garantiza ser de esos que llegarán a escribir la Navidad con mayúscula.

En las manos de cada uno de nosotros está atravesar el umbral de la rutina y empezar a sentir por dentro el rumor ronco que anidó en Isaías y acabo estallándole en la boca en forma de los más bellos cantos dedicados nunca a la ausencia de Dios y a nuestra necesidad de su presencia.

“Tu nombre de siempre es nuestro redentor”, le recuerda el profeta a Dios para arrancarle un favor. Es un buen comienzo reconocer ante Dios en este Adviento que desde siempre hemos necesitado quien nos salve. Que somos hijos de la necesidad, de la fragilidad y que por eso abrazamos tantos clavos ardientes, por aquello de que dan calor, aunque terminen matándonos.

Rompe el cielo, Señor, para que dejemos de ser hijos de la mediocridad y abracemos el regalo que no llegamos a imaginar ni en nuestros mejores sueños: compartir contigo esta carne trémula que dejará de temblar definitivamente al contacto con la verdad que esconde el niño que viene.

Por cierto, es cierto que el consumismo impera en la sociedad, pero también lo es que siempre hay un rincón para vivir el sentido hondo de esta fiesta.

@karmelojph