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Las reuniones > Juan Hernández Bravo de Laguna

   

La mera convocatoria de elecciones generales tendría que haber producido un descenso en la presión de los mercados sobre la economía española. Sin embargo, no fue así, lo que nos da una medida de la gravedad de la situación. Ahora, el respaldo masivo del electorado español a un cambio gubernamental ha aliviado algo las cosas, y la dichosa prima de riesgo ha cedido casi veinte puntos y se acerca a los 430, lejos de los alarmantes 500 que llegó a alcanzar, pero muy peligrosos todavía. Porque los ciudadanos españoles hemos de tener muy claro que los valores de nuestra prima de riesgo y de los intereses de nuestra deuda nos sitúan técnicamente en zona de rescate, se produzca al final o no, y que nuestra posición no es muy diferente de la italiana. En definitiva, el Gobierno saliente y el Partido Socialista dejan como herencia una España asolada en su economía, y esa es la causa evidente del castigo tremendo que han sufrido en las urnas. Y es paradójico que el responsable primero y principal, Rodríguez Zapatero, que en siete años y pico ha destrozado concienzudamente al país y a su propio partido, se marche a tierras leonesas -esperemos que para no volver- de una manera más digna que otros ilustres destructores, Yorgos Papandreu y Silvio Berlusconi, quienes se han visto obligados a dimitir.

Los valores de nuestra prima de riesgo no eran tan altos desde mediados de los años noventa, con un Pedro Solbes que ya sentó plaza de incompetente en calidad de ministro de Economía de Felipe González; un ministro bajo cuyo mandato no se lograron cumplir las condiciones para ingresar en la zona euro y que sumió a la economía española en el déficit público y el paro. Gracias que, al poco tiempo, Aznar ganó las elecciones y Rodrigo Rato nos metió en el euro en seis meses. La situación actual es aún más grave, porque en aquella época el déficit público y el paro no eran tan elevados y, al no existir el euro y ser la peseta una moneda nacional, el Banco de España y el propio Gobierno tenían instrumentos de política monetaria de los que ahora no disponen. Y el Banco Central Europeo toma sus propias decisiones.

El Partido Popular ha recuperado la mayoría absoluta que perdió en 2004 y ha alcanzado los 186 diputados, su máximo histórico de escaños. Y comprenderemos mejor el auténtico valor de esta cifra si tenemos en cuenta que en 1982, frente a una Unión de Centro Democrático destruida y en proceso de disolución, Felipe González obtuvo 202, solo 16 más. Los populares controlarán también una docena de Comunidades Autónomas y casi la mitad de los Ayuntamientos españoles. No obstante, es conveniente prestar atención a los números absolutos, porque, a veces, los porcentajes y los escaños no nos dejan ver el bosque. Y los números absolutos nos muestran que, en realidad, el aumento popular ha sido de unos seiscientos mil votos, y que la clave de su victoria ha estado en los cuatro millones de votos perdidos por los socialistas. Una sangría de votos por la izquierda y la derecha que ha propiciado el significativo aumento de otras opciones como Unión, Progreso y Democracia e Izquierda Unida, perjudicadas por la falta de proporcionalidad del sistema electoral en el sentido de obtener muchos menos escaños de los que le hubieran correspondido proporcionalmente a sus votos.

El análisis de nuestro comportamiento electoral en la actual etapa democrática demuestra que en España, desde la transición, los cambios electorales significativos han sido siempre el producto de una grave crisis política y de una situación de anormalidad social. Es decir, los relevos gubernamentales han sido vuelcos electorales propiciados, no por los méritos de la oposición, sino por el hundimiento del partido en el poder. En toda esta etapa nunca ha tenido lugar un cambio de Gobierno en un ambiente pacífico de tranquilidad ciudadana y comparación de programas. Debemos reconocer entonces que los electores de este país pertenecemos a un pueblo sin tradición democrática alguna, muy influenciable por estímulos externos e inmediatos, y que vota por la continuidad y el poder hasta que el propio poder se autoelimina. Todo ello se ha confirmado el pasado domingo.

En otras palabras, la aplastante victoria del Partido Popular no nos debe hacer olvidar que Mariano Rajoy sigue siendo un candidato débil, que arrastra una mala valoración ciudadana en las encuestas y que ha sufrido una intensa contestación en su propio partido, hasta que en el Congreso de Valencia de 2008 logró afianzar su poder en bases más sólidas, con el propio Aznar haciéndole oposición interna y socavando su liderazgo. Alguien opinaba estos días que había obtenido una mayoría absoluta (sería injusto decir que se la ha encontrado), pero no una confianza absoluta. Y la tarea que le espera no es envidiable. En sus manos está la buena o mala gestión de esta victoria y de la crisis, y el que dentro de cuatro años los electores le renueven su confianza o le pidan amargas cuentas.

La ciudadanía le va a exigir resultados a corto plazo, esos resultados no siempre llegarán porque la situación económica es pavorosa, y ciertos sectores no van a aceptar los drásticos recortes sociales y las brutales políticas de ajuste que se va a ver obligado a implementar si quiere que, de verdad, remontemos la crisis y no entremos en una recesión incontrolable o en un rescate europeo. Y tendrá que hacerlo sin contar con la complicidad de los sindicatos que tuvo Rodríguez Zapatero y con el peligro de una oposición socialista, de Izquierda Unida y de los nacionalistas proclive a la demagogia y al oportunismo.

El formalismo garantista y la lentitud de los plazos que la normativa española establece para el traspaso de poderes no se compadecen bien con la inmediatez en la toma de decisiones que la situación requiere. No sería una mala idea propiciar un consenso parlamentario que permitiera aligerar el procedimiento en futuras ocasiones. Es una buena noticia saber que las reuniones entre el Gobierno y los ganadores de las elecciones han empezado ya en un clima de cooperación.

Y que Rajoy se ha entrevistado en Génova con Rodrigo Rato, la reunión postelectoral más esperada. No quiere decir nada, por supuesto, y menos que el hoy banquero vaya a regresar a la política, de la que nunca debió de haber salido. Pero muestra que el futuro presidente del Gobierno tiene claras las prioridades y va a actuar en consecuencia. Solo falta que se reúna consigo mismo y se convenza de que, por fin, ha ganado las elecciones.