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Según un estudio que ha presentado la Federación de Mujeres Progresistas, un 80 por ciento de las personas jóvenes cree que, en una relación, ella debe complacerlo a él en todo.

El porcentaje es tan rotundo y tan redondo que lo cojo con pinzas, pero aunque fueran veinte puntos menos es para echarse a correr y no parar hasta llegar a Colorado.

Parece que otras creencias igual de extendidas ligan los celos a la profundidad del amor y vuelven comprensible actitudes como controlar el móvil de la pareja. De confirmarse, estaríamos ante sólidas pruebas de que nos alongamos al abismo de la tontería más irreparable: ellas, por dar pábulo a esas convicciones, ellos, por no desmentirlas.

La industria del entretenimiento (el cine, la música, hasta la dactilografía) nos venden una burra imposible de comprar, pero que cargamos a la cuenta de la tarjeta sin mayor miramiento: el amor romántico en su vertiente más simplona.
Ese beso perfecto con Puccini de fondo, ese horizonte despejado de felicidad, ese intercambio de sentimientos sin complicaciones… cuando el amor es la realidad más compleja que existe.

Llena de sutilezas y de contradicciones, siempre discurriendo por caminos que pueden ser terriblemente sinuosos.

Para no pocas mujeres, el camino al maltrato se asfalta con el empeño en mantener viva la ficción de un amor romántico que no existe ni es como se lo han pintado. Si te controla el móvil o vigila con quién sales, no te está diciendo que te quiere.

Te está diciendo que va a hacer de tu vida un infierno.