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Un ataúd en la azotea

   

El Teatro Leal acogió con un éxito de público el estreno de la obra de Mariano Vega. / JORDI VERDES PADRON

ALBERTO OMAR WALLS | Santa Cruz de Tenerife

El autor la vida le comunicó de un día para otro que era tiempo para mayores asuntos y que esta puesta en escena final tendrían que protagonizarla otros. Y fue la compañía Teatro Negra la que se empeñó en la labor de ensayar durante meses la obra de Mariano Vega, Un ataúd en la azotea, para que pudiera estrenarse en el Teatro Leal de La Laguna. Ese bello teatro estaba a tope y sé de aficionados que estaban muy interesados en gozar de la obra, pero que no pudieron asistir a la representación pues en los dos días se colgó el cartel de no hay localidades.

Al parecer Mariano Vega vivía sobre el volcán de su propia marcha desde hacia veinte años, por eso quizá se urgió en la ilusión de estrenarla en el pasado junio y seguro que por eso el auténtico protagonista de la obra acabó siendo la Muerte. No era un protagonista físico, a pesar de las figuras que se movían sobre el escenario, pero sí un intangible simbolizado en un cotidiano féretro que convivía con la protagonista, la escritora Muni, interpretada con justeza y mucha elegancia por la actriz Marta González.

Aunque sabemos que desde el título toda obra teatral resume de alguna manera cierta parte del juego teatral, y que todo escritor basa sus mundos literarios en las propias vivencias, situémonos ante la representación de Un ataúd en la azotea y lo que ella nos inspiró. En cuanto se abrió el telón, y apareció a la vista la contundente y significativa escenografía de un ataúd gigantesco que, como la ballena de Jonás fagocitaba las figuras, se adueñaron de la escena las metáforas y los símbolos. Al parecer, Mariano partía del recuerdo de un hecho que se le quedó grabado en la infancia (El creador siempre vuelve a la infancia, nos dice uno de sus personajes). Cuando vivía con sus padres y hermanos tenían en la azotea, como muchos chicos de Santa Cruz lo tuvimos, un palomar. Se subía a diario para echar a volar y recibir a las palomas y buchones. Y allí en frente de su casa, en otro edificio, descubrió la presencia de un féretro. Como afirma Muni bajo la supuesta hipnosis: Ernesto: ¿Valero? ¿El ataúd de Valero? Muni: Lo tenía en su cuarto, un tercer piso que se ve desde mi azotea. Lo cuidaba mucho, a veces se metía en él, y su rostro se llenaba de paz, como si realmente descansara de todo.

Un hecho, aparentemente curioso o excéntrico, puede ser la piedra de toque para que se desencadene todo un proceso creativo. Por mi parte constato también la veracidad de esa costumbre, pues hacia comienzos de los sesenta yo mismo supe por voz de mi madre que una señora del sur de la Isla se había comprado su propio féretro y lo guardaba en la casa para cuando hiciera falta, puesto que la capital estaba muy lejos. Pero en Mariano esta imagen observada en la casa del vecino, se transformó en su propia piedra filosofal porque, al fin y al cabo, como nos dice su personaje Diego, ¡Estamos todos dentro del ataúd! No es difícil aquí relacionar la filosofía Zen, que lo guió y sostuvo, con el mensaje subliminal que a todos los espectadores quería transmitir: que no es anecdótico su juego teatral, sino que el juego de la vida es la muerte misma.

Por eso, desde esta perspectiva, no nos debe sorprender que, en medio de esa gran obsesión real y metafísica por la muerte, el autor haya adoptado el punto de vista del humor para manejar a sus personajes. Por ello, tratándose de Mariano Vega, tanto el humor como la ternura, aspecto que sobresale igualmente, son sustanciales en Un ataúd en la azotea. Y para abundar en el auténtico mensaje de su autor, deberíamos reflexionar seriamente sobre un elemento icónico teatral al que no nos podemos sustraer ni llamar a engaño, y es ese final de la obra en que Muni aparenta caer en trance final o quedar supuestamente hipnotizada por el psiquiatra. En realidad ha alcanzado el estado de satori o el despertar de Buddha, pues, como es sabido, según la filosofía Zen, todos tenemos el potencial de lograr la iluminación. Es decir, la escritora Muni no entra en trance, ni muere, ni siquiera se autohipnotiza, simplemente se ilumina, como un auténtico regalo que le promete a quien quiera experimentarlo la esencia del Budismo. No es aleatorio que el autor hiciera marcharse la luz en ese justo momentos (¡Qué pasa ahora! ¡Se ha ido la luz! ¡Lo que faltaba, que se me fuera la luz!). Este fue su verdadero aprendizaje tras la obstinada búsqueda del silencio interior al yacer Muni en el ataúd guardado en la azotea. La experiencia del Zen es la experiencia de la iluminación con la que se trasciende toda categoría del pensamiento, y cesan las palabras.

Entendido esto, y desde esa perspectiva, quizá no se debieron anular algunos personajes con los que doblarían papeles los actores. Ellos podrían haber mostrado sus funcionalidades semánticas en la estructura vital de la obra. Así, Leonor, madre de Muni, contiene a María, sirvienta de Ernesto. José María, padre de Muni, contiene al psiquiatra, Ernesto. Diego, novio de Muni, contiene a Personaje. Los actores encarnarían actantes no a personajes, sino a símbolos significativos que, como las cajas chinas, se guardan unas a otras, en un infinito contenedor de significados connotados que nosotros, el espectador, tenemos la obligación de acotar y esclarecer. ¿Qué busca el personaje protagonista? ¿cuál es su objetivo?, son las preguntas esenciales; así el resto se clarifica. Por ejemplo, Leonor, es el símbolo genérico de la madre burguesa que contiene igualmente a la servil María, cuidadora o protectora de la hija o hijo. José María, padre de Muni, contiene a Ernesto, el psiquiatra que asume las transferencias parentales. O Diego, novio de Muni, quien contiene la esencia de lo que ella crea (Tengo la sensación de que alguien juega con mi vida, le dice Personaje en la azotea delante del ordenador). María, el actante sobreprotector de la criada-madre, que se empeña hacia el final que el psiquiatra tome las píldoras, nos viene a mostrar que este profesional es víctima igualmente de los mismos dramas y temores que aquejan a sus pacientes.

Nos impactó la presencia escénica y la calidad de los actores, que estuvieron muy convincentes y a gran altura artística: Marta González, Elvira Tricás, Hernesto Galván, José Manuel Segado, Cesar Yanes, Felipe Laparejo, Marlys Concepción y Óscar Bacallado, quien además asumió la responsabilidad total del espectáculo unificando la dramaturgia, el elenco artístico y el equipo técnico. Óscar Bacallado es reconocidísimo en los medios teatrales no sólo como director, sino también como autor y actor pues aún se recuerdan los éxitos de sus montajes de Cuento en azul, La Garnacha, La Querencia o Cautivas, además de la puesta en escena de la primera obra de Mariano Vega titulada Apaga la luz y enciende los sueños, estrenada también en el mismo teatro hace tres años.

Mariano es un exquisito poeta subyugado por la excelencia de la palabra y se siente en sus personajes al gran escritor amante de la sencillez y lo auténtico. Supimos de sus incursiones últimas en el ensayo y la novela, pero no nos fue posible ver esos libros editados. Esperemos que estas dos obras teatrales suyas vean la luz junto al resto de su obra aún inédita.

Asistimos satisfechos en el Teatro Leal a la representación de una bella y sabia pieza teatral, Un ataúd en la azotea, que nos expresaba toda la filosofía de vida de un hombre profundamente humano, Mariano Vega.