El mismo instante en el que un hombre en el apogeo de su existencia se alonga (absolutamente acongojado) a lo que comienza a ser su tránsito hacia la decadencia, justo entonces, empieza la crisis de los 40. Física, anímica o temporalmente. Es una bofetada seca. Una cachetada que nos advierte de que hemos llegado a la mitad de nuestra vida activa con un montón de dudas en la mochila. Llamamos crisis de los 40 a ese momento del auge de nuestra vida en que ponemos en una balanza lo que quisimos haber sido 20 años atrás y lo que somos hoy en día. Qué fue de nuestros sueños e ilusiones del instituto, o qué hubiera sido de nuestra vida si hubiésemos estudiado en aquel otro sitio y aquella otra cosa. Cuánto de felices seríamos con aquel amor que dejamos de lado, y por qué fuimos unos cobardes y no nos arriesgamos al máximo en aquella ocasión que parecíamos estar tan seguros de todo.
Este conflicto, que no llega como un reloj (puede hacerlo algunos años antes o incluso algunos después), nos tortura y nos hace titubear justo en el último momento en el que podemos dar marcha atrás. Recular dejando de lado toda una trayectoria que puede ser fructífera profesional y familiarmente. El desaforado objetivo es dar rienda suelta a nuestra represión más frustrante y a todo tipo de fantasías no cumplidas. Haciendo el mayor de los ridículos (en muchas ocasiones) nos remontamos a los veintitantos, nos apuntamos en el gimnasio cuando nunca antes lo habíamos hecho, y nos intentamos convertir en el John Travolta de hoy que ayer nunca fuimos; entre otras cosas, porque muchos siempre fuimos unos clasicones. De lo contrario, no estaríamos en este trance que supone cuestionarte tu vida (casi) de arriba abajo y sofocadamente.
En medio de esta crisis lo que realmente nos hunde no es lo que somos, sino lo que pudimos ser y no hemos experimentado. Es el reflejo de lo que vemos en los demás y anhelamos no haber sido. Lo relevante, que se nos esconde, es la realidad que ocultan otras vidas, que, como las nuestras, tienen mil miserias. Esta menopausia masculina, que pone en solfa los pilares sobre los que había pivotado nuestra vida, lo único que persigue es el ego más sublime. El éxtasis sobrehumano de uno mismo. Es un no soportar la rutina que nos atrapa y de la que creemos ajenos a los otros. Queremos ser más jóvenes, más ricos, más guapos, más cool… Todo suele reducirse a una gran tontería pasajera de flirteo narcisista, que, en el peor de los casos, con la lujuria desatada y pavoneándote con algún pendón, puede destrozar tu núcleo más cercano. Eso sí, para después darte cuenta de lo privilegiado que fuiste, te eches las manos a la cabeza y llores maldiciendo con voz desgarrada: “¡Pero qué tonto he sido!” Y claro, es que así (de gilipollas) somos muchos hombres. ¿O quizás…, no?
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