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EL ENSAYO> Tomás Gandía

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Fácil resulta tener multitud de personas interesadas alrededor cuando los bienes de fortuna o la posición social le colocan a uno en circunstancias propicias para conceder favores y demás auxilios.

Pero digno es de admiración y de la máxima consideración a cualquier nivel quien dotado de relevantes cualidades de naturaleza multiplica el número de sus actuaciones humanitarias, dispuesto a facilitar la resolución de problemas y llevando a cabo la labor con la inmensa gracia compatible con el deber, la justicia y la honradez.

Nadie sigue siendo el mismo, después de recibir el afectuoso empuje de una mente elevada.

Existen espíritus adornados de tal nobleza que actúan como una vigorizadora y refrigerante brisa, como un reconfortante tónico.

Renuevan nuestro ser. Hay en el fondo íntimo de la personalidad de algunos individuos mucha más amabilidad de la que nos figuramos.

A pesar del egoísmo que hiela este mundo que nos envuelve, hallar abnegación o desinterés extremo, transmisión de optimismo, ilusión y fe, todo ello acumulado, siempre supone la posibilidad de conjuntar el estímulo y el aleccionador incentivo, que nos impulsa a la confianza y a la misma creencia.

Aquellos que nos aprecian y ayudan a obtener esa seguridad propia redoblan nuestra eficiencia individual.

Necesitamos que alguien nos provoque a efectuar lo que podemos hacer.

La espontaneidad del afecto no surge en ciertas personas de la esperanza de recibir algo a cambio ni se resiente de verse pospuesta al deber, porque entienden que mediante la coparticipación alivian las preocupaciones, pesares, sufrimientos y penas, acrecientan las alegrías, despiertan el sosiego, y sin precisar ofrecimientos o promesas, acuden solícitas donde la necesidad o la ocasión las llame.

Es el abolengo espiritual, que brota del trato y del roce con los otros seres humanos.

Somos, según expresó alguien, el complejísimo producto del conjunto de seres con los que nos relacionamos, y que dejan en nuestro carácter una marca, una impresión intensa, permanente y duradera, imborrable.

Son aquellas personas que alumbran las fuentes de la palabra y también del sentimiento. Que despiertan la íntima poesía del alma.