Me encontraba sentado frente a la mesa de trabajo de un conocido presidente de Cabildo. Así fue porque yo era y soy un agente de la cultura de Tenerife y de Canarias desde hace más de treinta años. En la conversación, el presidente se sintió obligado a intervenir. Dijo algo sobre la cultura de internet, nombró las papas guisadas y las viejas y señaló con el brazo extendido hacia una grúa del puerto que se veía a través de los cristales de la ventana.
Me paré en seco, claro; no podía ser de otro modo. Le pregunté: “¿Qué opinaría usted si a mí, que soy filólogo, se me ocurriera firmar un proyecto de ingeniería?” Sonrió; consecuentemente sonrió. Y pensé: ¿por qué habré de callar ante semejantes majaderías, sea el que sea quien las pronuncie? Y entonces se lo dije: “Perdone, señor presidente, lo que usted acaba de señalar con el dedo es una grúa que sirve para alzar contenedores en el muelle, no es una escultura; y las papas hervidas y las viejas guisadas son comida, no cultura”. Es decir, podemos hablar de cultura del diseño o de cultura gastronómica. Lo que ocurre es que se debe distinguir sin ambages: lo que es cultura es el discurso que de ese razonamiento deviene, no los objetos de diseño o los productos de cocina, como es medicina la medicina no los trozos de carne de una incisión.
¿Qué ocurre entonces? Que no hay nada más dispuesto en este mundo para ser pisado por los arrogantes como la cultura. En la cultura caben las manifestaciones más disolutas de los advenedizos y las más radicales faltas de respecto.
Todos somos entrenadores de fútbol, se dirá; mas andamos en otro terreno, porque a ninguno de nosotros se nos contratará como tales por serlo desde la grada o ante un televisor. De donde, cuestiones como la dicha pintan bastos, en tanto muchos de esos y algunos peores deciden. ¿Por qué persisten? Porque nosotros, la gente de la cultura, lo hemos permitido. Primero por callar. Segundo por no articular discursos consecuentes sobre lo que somos y sobre lo que defendemos. Tercero por renunciar a someternos y someter por las reglas del rigor y de la exigencia. Cuarto, porque no hemos sido capaces aquí, en Canarias, de organizarnos como sujetos gremiales, como ocurre con CEDRO, o ARCE, o…, y exigir el precio que se nos debe por lo que hacemos.
De ahí la entraña de los intrusos y la de los agravios.
Por eso no es extraño que en este lugar se hayan cerrado convocatorias públicas aprobadas por el Parlamento sin respuesta contundente.
La cuestión, por lo demás, no es repetir las monsergas que ya se han hecho comunes, que la cultura sirve para la expansión del espíritu, o que sirve para enseñar a leer, o para enseñar a reflexionar, o para fijar las categorías por el ver, etcétera.
Eso son consecuencias, tan ridículas como las que muestran los políticos despistados (que los hay), esos que confunden actos culturales con cultura y muestran la memoria anual de actividades alborozados.
La cultura no es sólo una necesidad probada desde las cuevas de Altamira, es una obligación.
Y ante esa necesidad y ante esa obligación han de responder con responsabilidad los gobiernos. Con la condición antes dicha: los de la cultura no estamos llamados a hacer política en este mundo; es decir, que los políticos no la hagan por nosotros.
Para solventar la dicha necesidad y la dicha obligación, pagamos impuestos y exigimos, como exigimos una enseñanza competente, una medicina eficaz y una justicia mejor.
En definitiva, si a los médicos se los considera y valora por lo que son, a los arquitectos por lo mismo y a los jueces también, ¿por qué a la cultura han de colgársele monigotes que no vienen a cuento o quieren imponerle solidaridades con la crisis (que nosotros no hemos creado) distintas a las del resto de los humanos?
Un amigo de fuera de este lugar me lo dijo, al enterarse por la prensa de los pormenores presupuestarios que se avecinan: sorprendente. Cabe añadir patético, conturbador… Porque queda la imagen de lo que manifestamos, como intenté explicarle (sin ser oído, creo recordar) al presidente en cuestión.
¿Cómo puede considerarse a una comunidad que no aprecia lo esencial, lo que nos da sentido y lo que nos trasciende? ¿Cómo a quien tacha a los agentes de esta actividad como ilusos, insensatos o aprovechados?
Disfunción, desequilibrio, desbarajuste… Eso somos, porque eso manifestamos, insisto.
¿Alguien nos va a tomar en serio alguna vez?