El cambio climático es uno de los mayores problemas que la especie humana se ha provocado a sí misma. Desde que en la Cumbre de Río de 1992 se adoptó el Convenio de Cambio Climático, hemos sido testigos de una febril actividad que alcanzó su paroxismo en la reunión de Copenhague, cuando en diciembre de 2009 se reunieron los principales líderes del planeta, con Obama, Lula da Silva, Wen Jiabao, Dmitry Medvedev, Jacob Zuma, los líderes de la Unión Europea…, y así hasta cerca de 120 dirigentes mundiales del más alto nivel. No se logró el acuerdo y desde entonces seguimos con esa asignatura pendiente.
El pasado lunes, día 28 de noviembre, comenzó en Durban la 17 Conferencia de las Partes del Convenio de Cambio Climático, con una amplia participación de cerca de 200 países, casi 1.500 ONG (ambientales, industriales, sociales…), con estatus de observador, y desde luego una nutrida representación de la prensa. Este año se ha organizado incluso un enorme Campo de Refugiados Climáticos en paralelo a la Conferencia.
La negociaciones se presentan particularmente difíciles. El grupo sobre el que pivota el mayor peso es el llamado G2, China y EE.UU. Son los dos mayores emisores de gases de efecto invernadero, las dos economías más fuertes del planeta, y ambas se miran con enorme recelo. Ninguno de los dos quiere adoptar medidas que puedan perjudicar su competitividad frente al otro. Ninguno quiere mover ficha primero por miedo a que el otro no siga. China tiene particulares dificultades con el control, medición y seguimiento internacional de sus emisiones, pues lo considera un atentado a su soberanía. EE.UU. no acepta la imposición de obligaciones con significado económico desde un tratado internacional. En un escenario de elecciones presidenciales en 2012 es difícil que cambie sustancialmente su posición.
Las economías emergentes agrupadas bajo BASIC (Brasil, África del Sur, India y China) podrían aceptar ciertos esfuerzos, pero sólo en el marco de objetivos más ambiciosos por parte de los países desarrollados, incluido particularmente EE.UU., que es responsable de cerca de la cuarta parte de las emisiones mundiales.
Los pequeños estados insulares (AOSIS), algunos de ellos amenazados de desaparición por la subida del nivel del mar, junto a buena parte de los países en vías de desarrollo del G77, demandan con energía y claridad un régimen climático fuerte y efectivo que incluya obligaciones concretas de reducción y de financiación y ayuda suficiente para los menos desarrollados. Los países de ALBA van tomando posiciones muy beligerantes, a veces intransigentes, con fuertes demandas en materia de financiación pública procedente de los países desarrollados. Por su parte, los países desarrollados que son parte de Kioto desean un instrumento único para todas las partes y son reticentes a embarcarse en nuevos compromisos de reducción bajo una potencial prórroga de Kioto si otras economías no se comprometen también a hacer sus propios esfuerzos bajo un acuerdo internacional comparable. Señalan con razón que todos los países de Kioto juntos no cubrirían más allá de la cuarta parte de las emisiones globales y que no tiene sentido hacer nuevos esfuerzos si países como China y EE.UU., que juntos cubren casi la mitad de las emisiones mundiales, no hacen sus deberes.
En este escenario, la incógnita es qué pasará con las grandes decisiones pendientes. Esta fuera de alcance lograr en Durban un nuevo convenio sobre cambio climático o que las partes acepten objetivos obligatorios más estrictos que los comunicados en Cancún. Se consideraría, sin embargo, un éxito el hecho de que se acordase un calendario para llegar en 3 o 4 años a un instrumento vinculante para todos, suficiente para mantener la temperatura dentro de ese rango de los dos grados centígrados. ¿Se logrará? Ésta es la gran incógnita, y lo que se logre avanzar en esta vía nos hablará no sólo sobre el éxito de la Conferencia de Durban sino también sobre la capacidad del ser humano para enfocar de manera pacífica y responsable la solución de uno de los grandes problemas con los que se enfrenta la humanidad en el siglo XXI.
Miguel Castroviejo Bolibar es Consejero de Medio Ambiente en la Representación Permanente de España ante la UE y exdirector del Parque Nacional de las Cañadas del Teide
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