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La inmolación del PSOE > Alfonso González Jerez

   

Ni una dimisión. En las elecciones generales del pasado día 20, el PSOE recibió el peor castigo electoral desde el 1977, un batacazo descomunal que le llevó a perder en todas las provincias españolas, salvo en Barcelona y Sevilla, y sin embargo, no ha dimitido absolutamente nadie. Ahí sigue José Luis Rodríguez Zapatero como secretario general. Ahí sigue Elena Valenciano, magnífica representante del aparatismo profesionalizado y aneuronal de la última década socialista, sin despegarse de su escaño. Y ahí sigue, sorprendentemente, Alfredo Pérez Rubalcaba, sobre el que se insiste en que no puede dimitir de nada, porque nada es el pobrecico. Una mentirosa argücia más, por supuesto: Pérez Rubalcaba podría (y probablemente debería) renunciar a tomar posesión de su escaño y retirarse después de décadas de leales servicios al partido y al Estado. Pero ¿cómo iban a dimitir? Dimitir significa sacar consecuencias honrosas de la asunción de la responsabilidad por semejante fracaso. Y ni siquiera los gerifaltes del PSOE han asumido responsabilidades retóricamente. Ninguna. Toda la responsabilidad es imputada a la crisis económica, un granizo que al parecer calló repentinamente sobre la hermosa y soleada España de Zapatero, y bajo el cual los propios dioses, como dijo Schiller o Pepe Blanco, luchan en vano. Esta desvergüenza se adoba con invocaciones al espíritu de sacrificio demostrado por el presidente del Gobierno y los dirigentes del PSOE a través de un curioso argumento: hemos perdido porque nos vimos abocados a hacer lo que debíamos hacer para que no se hundiera el país. O algo así. Es una forma sutil de insultar a los ciudadanos en general y a los que no les han votado en particular. Pero qué cabestros son estos electores, que hicimos lo que debíamos hacer y no se han enterado de nada. Ingratos. En el año 2000, cuando José María Aznar ganó sus primeras elecciones, Joaquín Almunia, un político infinitamente más sólido, coherente y honesto que Rodríguez Zapatero, presentó al instante su dimisión, a la que siguió la de su comité ejecutivo, y una comisión gestora se encargó de convocar y organizar un congreso extraordinario.

Rodríguez Zapatero ha destrozado al PSOE. Fue elegido por una exigüa mayoría, pero no gobernó el partido con todos. A los felipistas los ignoró o neutralizó enviándolos lejos siempre que pudo (como el propio Almunia, o Borrell), a los restos del guerrismo les dejó tres o cuatro escaños para encapsular una vejez narcisista, a Izquierda Socialista la aplastó con su displicente indiferencia. Se cargó una cultura de partido (con sus luces y sus sombras) para sustituirla por un pueril y pueblerino culto a la personalidad que llevó a sustituir las siglas de la centenaria organización por las de ZP. Jamás un secretario general -apoyado en un maniobrero del tres al cuarto como José Blanco- disfrutó de tanto poder en el PSOE y jamás en el seno del PSOE se sufrió tan escaso debate político y programático. En los primeros tiempos se valió para consolidar su posición, paradójicamente, de cierta actitud protectora de las élites del partido, incluidos los barones autonómicos, hacia un secretario general y candidato presidencial tan débil y grisáceo. Y después arrasó. Si se hace un sucinto estudio comparativo (profesional, académico, intelectual) entre la dirección federal del PSOE a principios de los años noventa y la que será sustituida en el próximo Congreso en el mes de febrero el contraste no puede ser más grimoso o, si se quiere, más desolador. Rodríguez Zapatero promocionó, básicamente, a aquellos que solo a él podían deberle ascender por la jerarquía interna. Una nube de mediocridad tóxica se extendió por las alturas del PSOE donde la cháchara progre de bibianas y pajines hacia las veces de discurso político e ideológico. Y aun aquellos que no cumplían las expectativas de medianía obtusa y servilismo a toda prueba (un Jesús Caldera, un Jordi Sevilla y, finalmente, una María Teresa Fernández de la Vega) fueron sañudamente sacrificados. Este fenomenal estropicio no ha sido ajeno, sino todo lo contrario, a las dimensiones épicas de la derrota electoral, y explica el asombroso espectáculo que se vivió hace unos meses: todo el partido esperando a que el secretario general decidiera si optaba o no a la candidatura a la Presidencia del Gobierno, en lugar de exigirle su dimisión o, al menos, que dejase de jugar con fuego. En el Gobierno, mientras tanto, Rodríguez Zapatero renunciaba desde 2004 a diseñar e implementar un verdadero proyecto socialdemócrata, perfectamente compatible con un conjunto de reformas (territoriales, financieras, administrativas, energéticas, educativas, laborales) imprescindibles para la sostenibilidad del Estado y para romper la dependencia de un modelo de acumulación de capital ligado casi exclusivamente al sector inmobiliario, la construcción y el crédito barato. Es valioso (pero muy sencillo) incrementar las pensiones, las becas y el salario mínimo en épocas de vacas gordas, pero es evidente que la socialdemocracia no se reduce a eso ni acoge ocurrencias como el cheque-bebé. Porque si la tasa de desempleo de un país pasa en tres años, solo en tres años, del 8% al 20% de la población activa es que las cosas no se ha hecho bien. Es que no has logrado incidir mínimamente en las verdaderas condiciones económicas y sociales del país en el que has gobernado durante siete años.

Y ahora todo parece centrarse en el militante que ocupe la Secretaría General del PSOE durante los cuatro años de marianismo que se vienen encima. Esa elección es el menor de los problemas del PSOE, aunque pone de relieve la pobreza interna que es consecuencia inevitable del modelo de partido que forjó el zapaterismo. Un partido que abandonó la creación de cuadros competentes y la apertura a profesionales y a la sociedad civil, satisfecho hasta la nausea de su condición de burocracia político-electoral. Lo peor pesadilla es imaginar una realidad muy plausible: los candidatos (Pérez Rubalcaba, Carme Chacón, tal vez Bono) suponen que el desgaste del Gobierno conservador será muy rápido y se podrá volver al poder en un plazo mínimo. Cuatro años. Quizás antes. Se renuncia por tanto a cualquier reforma de calado, a cualquier proyecto de reconstrucción de la organización, a cualquier debate programático e ideológico de fondo. Se renuncia a explicar lo que falló en la política económica de Rodríguez Zapatero y las conclusiones y enseñanzas que deben extraerse de los errores. Se renuncia a explicar y explicarse por qué el partido no funciona, por qué está en todas partes en la oposición, por qué es más difícil encontrar alternativas de liderazgo viables que hallar una aguja en un pajar o un libro en el bolso de Elena Valenciano. Se renuncia a explicitar la agenda de un partido socialdemócrata en el siglo XXI en conexión con la experiencia de otros partidos socialdemócratas europeos. Y si todas esas renuncias se confirman el PSOE no estará preparando un Congreso Federal, sino sus propias exequias, su absurda y cicatera inmolación en una coyuntura en el que el Estado de Bienestar y la misma democracia representativa sufren el mayor ataque concertado desde los intereses financieros y empresariales globalizados y una guerra cultural e ideológica sin cuartel.