X
dtrulenque>cuentos y relatos de terror

La señal>por Jorge Torres

   

Luis volvía de un viaje de negocios y, aunque la comida con un cliente se había alargado más de la cuenta, prefirió ponerse rumbo a casa sin más dilaciones. Tenía por delante una gran distancia y la idea de conducir de noche no le resultaba atractiva. No le gustaban los trayectos largos en los que la soledad y la oscuridad parecían apropiarse del vehículo. Ponía música y cantaba a pleno pulmón o sintonizaba cualquier emisora donde los locutores no dejaran de hablar; todo para no sentirse solo. Había adelantado tantos coches como había podido para avanzar sin que nadie se interpusiera y poder pisar el acelerador cómodamente. Una recta, casi sin final, apareció ante él. El siguiente cartel le indicó que el pueblo al que se dirigía estaba a menos distancia de la que recordaba, giró bruscamente y se incorporó a una carretera oscura, recién asfaltada por la que el coche se deslizaba suavemente. Cantaba mientras pisaba el acelerador y los campos pasaban a los costados vertiginosamente. Los cereales dieron paso a las zarzas que se aproximaban cada vez más a la carretera. Los árboles, que minutos atrás se recortaban en el horizonte, ahora parecían lamer el alquitrán. Luis fue consciente en aquel instante que lo rodeaba una oscuridad transparente, como la niebla alumbrada por el Sol y que solo seguía la carretera guiándose por la línea blanca que la dividía. Las ramas de los árboles se estrechaban y entrelazaban de tal manera que creaban sobre la carretera una cúpula extraña en la que la luz se iba perdiendo. Se sintió desconcertado al ver las líneas del suelo desaparecer. Miraba al frente intentando que sus ojos enfocaran más allá de la oscuridad en la que se había convertido la carretera y que parecía dirigirse hacia algún lugar en alguna parte. Lo único que sus ojos distinguían ahora eran los extraños troncos de los árboles, tan cercanos unos de otros, que no permitían vislumbrar más allá de ellos. Agarraba el volante cada vez más fuerte sin percatarse de ello. La música cesó de golpe, aunque había dejado de ser consciente de ella hacía mucho tiempo. Nadie le había adelantado. Estaba solo. Apartó el miedo que comenzaba a hacer mella en él y concentró su vista al frente, allí donde la carretera se unía en un solo punto por si distinguía alguna luz, algún indicio que le indicara la proximidad de gente, de una ciudad, de una casa al menos. Mirar por el espejo retrovisor después de la inercia de tantos años ahora le parecía una pérdida de tiempo, nadie le seguía en aquella carretera. Se concentró en lo que tenía delante; en lo que no tenía. Le aterraba pensar que el coche se parara dejándole allí, donde la oscuridad sólo era perpetrada por más oscuridad. El espejo interior le trajo más oscuridad, parecía no moverse ni alejarse, una oscuridad que sólo lo cercaba. Y entonces fue consciente de que allí había algo más; los vio. Unos ojos oscuros y brillantes que lo miraban desde el asiento trasero. Unos ojos en un rostro que se confundía con las tinieblas del exterior. El miedo lo paralizó y el coche frenó en seco quedándose estacionado en el asfalto como una aparición. Salió del automóvil abriendo la puerta trasera en un arranque de valor que le sorprendió. El asiento estaba vacío. Sólo sintió una ligera ráfaga de aire frío. El terror se aferró a él como una segunda piel. Tenía que salir de allí, de aquella oscuridad que le advertía. Se concentró de nuevo en la carretera que se abría ante sus ruedas. No miró atrás. Centralizó toda su atención en pisar el acelerador sin reparos. Necesitaba huir rápidamente. No debía mirar, no debía, pero el miedo a saber qué quería esa mirada era más fuerte que el miedo a no saber. El retrovisor le devolvió de nuevo aquellos ojos ahora apesadumbrados y abatidos. Ellos conocían un destino cierto que Luis no llegaba a comprender. Se movieron en un gesto de negación y desaparecieron con un parpadeo. Luis intentó negar la visión, intentó negar el terror y el miedo, aquello no era posible. La oscuridad, la soledad de la noche y el sentirse agotado le habían hecho confundir lo que vio. No dejaría que la intranquilidad de una visión imposible le hiciera dudar, tenía que llegar a casa. Los árboles en aquel momento comenzaron a abrirse, las ramas se separaron de golpe, aparecieron campos de maíz amarillo brillando al sol ceniciento de la tarde. El pie parecía de plomo sobre el acelerador, no lo levantaría hasta no entrar en esa luz que parecía esperarle y alejarse así de la oscuridad. Y entonces pudo leer el Stop escrito en el asfalto mientras lo rebasaba con su coche n