Luis volvÃa de un viaje de negocios y, aunque la comida con un cliente se habÃa alargado más de la cuenta, prefirió ponerse rumbo a casa sin más dilaciones. TenÃa por delante una gran distancia y la idea de conducir de noche no le resultaba atractiva. No le gustaban los trayectos largos en los que la soledad y la oscuridad parecÃan apropiarse del vehÃculo. PonÃa música y cantaba a pleno pulmón o sintonizaba cualquier emisora donde los locutores no dejaran de hablar; todo para no sentirse solo. HabÃa adelantado tantos coches como habÃa podido para avanzar sin que nadie se interpusiera y poder pisar el acelerador cómodamente. Una recta, casi sin final, apareció ante él. El siguiente cartel le indicó que el pueblo al que se dirigÃa estaba a menos distancia de la que recordaba, giró bruscamente y se incorporó a una carretera oscura, recién asfaltada por la que el coche se deslizaba suavemente. Cantaba mientras pisaba el acelerador y los campos pasaban a los costados vertiginosamente. Los cereales dieron paso a las zarzas que se aproximaban cada vez más a la carretera. Los árboles, que minutos atrás se recortaban en el horizonte, ahora parecÃan lamer el alquitrán. Luis fue consciente en aquel instante que lo rodeaba una oscuridad transparente, como la niebla alumbrada por el Sol y que solo seguÃa la carretera guiándose por la lÃnea blanca que la dividÃa. Las ramas de los árboles se estrechaban y entrelazaban de tal manera que creaban sobre la carretera una cúpula extraña en la que la luz se iba perdiendo. Se sintió desconcertado al ver las lÃneas del suelo desaparecer. Miraba al frente intentando que sus ojos enfocaran más allá de la oscuridad en la que se habÃa convertido la carretera y que parecÃa dirigirse hacia algún lugar en alguna parte. Lo único que sus ojos distinguÃan ahora eran los extraños troncos de los árboles, tan cercanos unos de otros, que no permitÃan vislumbrar más allá de ellos. Agarraba el volante cada vez más fuerte sin percatarse de ello. La música cesó de golpe, aunque habÃa dejado de ser consciente de ella hacÃa mucho tiempo. Nadie le habÃa adelantado. Estaba solo. Apartó el miedo que comenzaba a hacer mella en él y concentró su vista al frente, allà donde la carretera se unÃa en un solo punto por si distinguÃa alguna luz, algún indicio que le indicara la proximidad de gente, de una ciudad, de una casa al menos. Mirar por el espejo retrovisor después de la inercia de tantos años ahora le parecÃa una pérdida de tiempo, nadie le seguÃa en aquella carretera. Se concentró en lo que tenÃa delante; en lo que no tenÃa. Le aterraba pensar que el coche se parara dejándole allÃ, donde la oscuridad sólo era perpetrada por más oscuridad. El espejo interior le trajo más oscuridad, parecÃa no moverse ni alejarse, una oscuridad que sólo lo cercaba. Y entonces fue consciente de que allà habÃa algo más; los vio. Unos ojos oscuros y brillantes que lo miraban desde el asiento trasero. Unos ojos en un rostro que se confundÃa con las tinieblas del exterior. El miedo lo paralizó y el coche frenó en seco quedándose estacionado en el asfalto como una aparición. Salió del automóvil abriendo la puerta trasera en un arranque de valor que le sorprendió. El asiento estaba vacÃo. Sólo sintió una ligera ráfaga de aire frÃo. El terror se aferró a él como una segunda piel. TenÃa que salir de allÃ, de aquella oscuridad que le advertÃa. Se concentró de nuevo en la carretera que se abrÃa ante sus ruedas. No miró atrás. Centralizó toda su atención en pisar el acelerador sin reparos. Necesitaba huir rápidamente. No debÃa mirar, no debÃa, pero el miedo a saber qué querÃa esa mirada era más fuerte que el miedo a no saber. El retrovisor le devolvió de nuevo aquellos ojos ahora apesadumbrados y abatidos. Ellos conocÃan un destino cierto que Luis no llegaba a comprender. Se movieron en un gesto de negación y desaparecieron con un parpadeo. Luis intentó negar la visión, intentó negar el terror y el miedo, aquello no era posible. La oscuridad, la soledad de la noche y el sentirse agotado le habÃan hecho confundir lo que vio. No dejarÃa que la intranquilidad de una visión imposible le hiciera dudar, tenÃa que llegar a casa. Los árboles en aquel momento comenzaron a abrirse, las ramas se separaron de golpe, aparecieron campos de maÃz amarillo brillando al sol ceniciento de la tarde. El pie parecÃa de plomo sobre el acelerador, no lo levantarÃa hasta no entrar en esa luz que parecÃa esperarle y alejarse asà de la oscuridad. Y entonces pudo leer el Stop escrito en el asfalto mientras lo rebasaba con su coche n