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Legitimidades > Juan Hernández Bravo de Laguna

   

La ciudadanía española es confundida en muchas ocasiones -y engañada en otras- por la nefasta influencia de medios de comunicación y periodistas ignorantes e irresponsables, de políticos más ignorantes e irresponsables todavía, y hasta de gente sin preparación suficiente, de falsos expertos, que con sus disparatados análisis contribuyen aún más a esta ceremonia de la confusión. No hay exámenes de analista político. Igual que sucede con la medicina, en este país todo el mundo habla y opina de política al margen de su formación y sus conocimientos, y está bien que así sea. Una democracia se caracteriza, entre otras cosas, por su respeto a la libertad de expresión. El problema surge cuando los ciudadanos son bombardeados por afirmaciones y análisis políticos de periodistas, políticos y supuestos analistas ayunos del menor conocimiento técnico. Porque se trata de afirmaciones y análisis que vienen avalados por una presunta competencia técnica que resulta ser inexistente. Y que, en definitiva, lo único que consiguen es desinformar y desorientar en mayor medida a una ciudadanía ya demasiado desinformada y desorientada. A veces, a la ignorancia se le une el sectarismo ideológico o partidista, y entonces el panorama se oscurece sin remedio.

Esta lamentable situación ha dado origen, por ejemplo, a la cristalización de lugares comunes de crítica a la democracia española no solo sin ninguna base técnica, sino contrarios a ella. Por citar algunos, todo opinador político que se precie debe criticar la ley de d’Hondt y reclamar las listas abiertas, y atribuirles, respectivamente, efectos perversos y taumatúrgicos. Aunque luego descubramos que un sector de los que así opinan ni siquiera tienen claro los conceptos de lo que hablan o los confunden con otros. El pobre Víctor d’Hondt se alarmaría muchísimo si llegara a saber que a su modesta fórmula electoral de transformación del sufragio en escaños se le llama “ley” y se le atribuyen consecuencias disparatadas. Y en la mayoría de las ocasiones lo de las listas abiertas no pasa de ser un mal chiste mal contado. Lo único que se consigue con todo esto es que la gente llegue a no entender nada y a desinteresarse por completo de la actividad política.

Uno de los tópicos falaces que se han esgrimido en las pasadas elecciones ha sido el de la abstención. La abstención electoral es el no ejercicio del derecho de sufragio activo, o sea, consiste en no acudir a votar en un proceso electoral determinado pudiendo hacerlo. En resumen, se opone a la participación del cuerpo electoral en la toma de decisiones sobre las cuestiones que le atañen. Y son abstencionistas aquellos electores que, estando en pleno uso de ese derecho de sufragio activo, no lo ejercen. Pues bien; la abstención electoral no resuelve ninguno de los graves problemas inherentes al funcionamiento de una democracia y, en particular, de una democracia como la española. Quien calla, quien no vota, nada expresa, y, consecuentemente, acepta que los demás decidan por él y tomen las decisiones que afectan a su futuro y al futuro de los suyos. No parece ser una posición razonable ni mucho menos inteligente, incluso a la luz de una perspectiva exclusivamente egoísta.

Tan solo es entendible -y lamentable- la abstención no voluntaria, la abstención forzosa, que podemos denominar técnica y que es un componente ineludible en el conjunto de la abstención electoral. Es una abstención obligada por errores censales no detectados y corregidos a tiempo o por circunstancias materiales de diversa índole externas y contrarias a la voluntad del elector. En estos casos el votante hubiera deseado poder votar, y lo hubiese hecho de no haber ocurrido el error, la circunstancia o el imprevisto que lo ha impedido.

Sin embargo, a pesar de que la abstención voluntaria no parece ser una posición razonable ni mucho menos inteligente, hay electores que se abstienen. ¿Por qué lo hacen? La abstención puede tener su origen en una discrepancia radical con el régimen político (o hasta con la democracia), en los que no se quiere participar de ninguna forma; en un desinterés por la política; en un convencimiento de que nada va a cambiar realmente gane quien gane las elecciones; o puede tener que ver con las características o el contenido de la propia consulta electoral, entre los principales motivos que fundamentarían tal actitud.

Ahora bien, en relación con esta abstención electoral, nos parece que, ante todo, debe evitarse absolutamente su manipulación política.

Es decir, como afirmábamos en un párrafo anterior, quien calla, quien no vota, nada expresa, y no es ni técnica ni políticamente correcta la capitalización de esta clase de abstención por ninguna fuerza política en concreto, sobre todo por dos fundamentales razones: a) porque, en cuanto a la discrepancia radical con el régimen político, puede provenir indistintamente de cualquier sector externo y contrario al mismo y, por consiguiente, no es en ningún caso reconducible a una alternativa política determinada, y b) porque incluso cuando una fuerza política concreta hace una llamada a la abstención electoral, al margen de la calificación política que atribuyamos a ese reclamo, en cuanto se opone a la participación del cuerpo electoral en la decisión sobre una cuestión que le atañe, resulta imposible, una vez concluido el proceso electoral, medir cuantitativamente con un grado razonable de precisión la abstención electoral producida por esa llamada. En consecuencia, son deshonestos los análisis que cuantifican lo que denominan “el partido de la abstención”.

La primera falacia abstencionista, que desmienten los datos empíricos, es que la abstención es constantemente creciente. Por el contrario, lo cierto es que fluctúa coyunturalmente en función de las circunstancia que concurren en cada elección, al igual que fluctúa la abstención técnica. La segunda falacia es que la abstención deslegitima los resultados electorales o la propia democracia.

Y es una falacia peligrosa porque intenta cuestionar la democracia española por un hecho que se produce en todas las democracias del mundo y que tiene que ver con la libertad de elección de los ciudadanos y sus posiciones políticas. En realidad, puestos a discutir legitimidades, habría que aclarar que son esos análisis los ilegítimos y son sus autores los que pierden legitimidad cuando los hacen.