POR QUÉ NO ME CALLO >

Arnay > Carmelo Rivero

Pérez Arnay era amigo de Terenci Moix. Nos contagiaba su pasión incondicional por el cine. Su hermano Teo me contaba en el velatorio que era capaz de ir al pueblo más remoto de la isla para ver una película en un cine rural. Era vehemente y adoraba el séptimo arte, pero no iba por la vida como el séptimo de Caballería. De pibe yo hacía cola y Arnay se saltaba el trámite resueltamente. Era conocido y apreciado. Tenía las puertas abiertas. Lo recuerdo también detrás de un micrófono en las noches y madrugadas de la vieja hornada de Radio Club, emitiendo Anyway, un espacio musical que me atrevería a calificar de mítico por la resonancia que obtuvo y el adiós insospechado de Arnay a las ondas como las estrellas rutilantes del celuloide pasan página súbitamente. Todo era cine en la vida fantástica del polifacético Arnay, el biógrafo de la canario-dominicana de Hollywood María Montez, la Reina del Technicolor; el periodista proteico que colgó los bártulos del oficio en los noventa -acaso arañado por las zarpas de una falsa camaradería gremial-, que hizo radio y televisión, y viajó por donde quiso, y ya por último, sobre todo, por Oriente Próximo, donde había que buscarle cuando desaparecía de la faz de la isla poseído por una atracción casi fílmica hacia la cultura y la historia de ese flanco preterido del mundo. Arnay era un apellido cinematográfico en la cultura isloteñista que descree y desmerece de sus quijotes geniales que no fanfarronean. Arnay era un hombre explosivo y conocedor que, sin embargo, se replegaba en los hábitos de enfermero metamorfoseándose como un actor vocacional que pasaba desapercibido en la cartelera de su doble vida. Vivió. Viajó. Hizo cuanto quiso en medio siglo de existencia al galope. Y guardó porque le dio la gana todos los carteles de cine que hallaba a su paso convencido de que ese tesoro valía la pena. Quizá hoy valga una fortuna. Su casa es un pequeño museo de cine, con las reliquias que fue acopiando aquí y allá, los libros, las cintas, los afiches de una industria que lo enamoró hasta el tuétano. Su última escapada había sido al Líbano. Volvía de cada expedición con la boca llena de vivencias de las calles de Beirut o Bagdad. Gilberto Alemán disfrutaba conversando con él de coña, ahora juntos en las salas de cine del cielo. A un amigo común le dijo en otro sepelio hace un año, como una broma premonitoria: “¡Que la próxima vez no nos veamos en mi propio funeral!” Vi llegar a la madre a enterrar al hijo -esa paradoja inconcebible-. Arnay era, sobre todo, un tipo cojonudo. Y los tipos cojonudos tienen los días contados en este gallinero de cine de barrio.