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Tener, al fin -expresión desprovista aquí de todo entusiasmo-, los dos pies dentro del nuevo ejercicio nos permite decirle: ¡Hola, 2012, y adiós! Este año para olvidar, dicen que clon de 2011, cotiza en el mercado de las apocalipsis, pues nace con el destino marcado como epílogo astral según los mayas, que algún exégeta malicioso describe como el fin del mundo y que hábilmente desmonta el periodista y teólogo Andrés Brito: Cristo nació cinco o siete días antes de lo establecido por la Iglesia, me alecciona, lo que le malogra al mesoamericano precolombino la profecía de marras. Fatalistas y victimistas no faltan prestos a darse un baño de catastrofismo adicional al de esta crisis que se cronifica.

La atmósfera de mal agüero que envuelve 2012 aturde, con su nigromancia y sus maleficios; salvo que los carnavales remedien el tono -si bien remontarse a los hippies años 60, al flower power y la minifalda (recorte por antonomasia), no resulte el mejor antídoto-, vamos a vivir meses de plomo, bajo el yugo de los ajustes y de los impuestos impuestos (que diría el guiñol de Hilario Pino). Pero si hasta las cabañuelas barruntan presuntos temporales y riadas… En América, donde me encuentro, circula la hipótesis oncológica de Hugo Chávez sobre mandatarios infectados de cáncer por los yanquis. Desde que nos miró el tuerto, este país no da una a derechas, salvo votar a Rajoy, que acaba de desenterrar a ZP con su plan de choque. Atrás dejamos el año de la erupción subacuática de El Hierro -que desquició a la isla más tranquila del mundo-, pero retrasa su conclusión, porque el tremor todavía late como el corazón de un enfermo en estado de coma oficialmente vivo. Es un final que se hace esperar. ¿Tiempo de catarsis?: a los suegros de Urdangarín les empuja a desvelar su opaco salario.

Y lo que me alarma no es tanto el sueldo del rey como el de los presidentes del Supremo y el Constitucional, que casi le empatan, dejando la mesada de Rajoy a tanta distancia que nos parece ridícula, si no fuera porque, a la vez que se hizo pública la paga ídem del Estado a la Zarzuela (el día de los inocentes), el Gobierno congeló el salario mínimo (640,41 euros), una indecencia social en un país que no sabe si es una dictadura de los mercados, una monarquía habitable, como dice Carrillo, o la fábrica de Europa de parados y emigrantes, que, al fin, se suben al cayuco, la famosa maldición de la leyenda popular.