manuel fraga iribarne > De su servicio a la dictadura a su contribución a la democracia

Fraga, un personaje deslumbrante y contradictorio

Diversas imágenes de Manuel Fraga en Santa Cruz de Tenerife y en la que visitó la sede del DIARIO junto a Arturo Escuder y Ángel Isidro Guimerá y fue recibido por Elías Bacallado (primero izquierda) y nuestro director Leopoldo Fernández. | GUSTAVO ARMAS, CORREA Y DA


LEOPOLDO FERNÁNDEZ CABEZA DE VACA
| Santa Cruz de Tenerife

“La palabra huelga no existe. Se puede hablar de conflicto laboral, de interrupción del trabajo, de cese de actividades o de paro, pero no de huelga. Y lo mismo pasa con obrero. Esa palabra está prohibida, no se puede incluir en ninguna noticia. Poned trabajador, productor, asalariado o empleado, pero nada de obrero, que tiene connotaciones marxistas”.

Estábamos en febrero de 1969 y quien así me hablaba por teléfono era Mariano Rojas, un alto funcionario de la Subdirección General de los Servicios Informativos, que dependía de la Dirección General de Prensa del Ministerio de Información y Turismo, entonces dirigido por Manuel Fraga y que personalmente había fijado a sus colaboradores y censores los límites a la libertad de expresión. Toda España se encontraba en estado de excepción por vez primera después de la guerra civil, tras haberse producido distintos conflictos en diversos puntos del país, entre ellos la ocupación del seminario guipuzcoano de Derio por 60 o 70 curas que protestaban por la falta de libertades y la muerte -asesinato-, dictaminaría ya en democracia un tribunal- en una comisaría de Madrid del estudiante Enrique Ruano, lo que a su vez había dado pie a manifestaciones y protestas sin cuento en universidades y centros de trabajo, así como a posteriores detenciones de intelectuales y activistas.

Se había restablecido la censura y periódicos, revistas y publicaciones, lo mismo que las agencias informativas con sus despachos -hasta la radio y la televisión contaban con censores, en algunos casos in situ- tenían que pasar por el visto bueno previo de los órganos correspondientes de dicho Ministerio, que imponía su criterio como le daba la gana, o como Fraga quería que se hiciera: a base de tachar, tachar y tachar, para que no se conociera la verdad de lo que ocurría en el país o, en el mejor de los casos, se diera una versión light de cualquier asunto conflictivo.

Trabajaba yo entonces como redactor-jefe en la agencia Europa Press y por decisión de mi director, Antonio Herrero, atendía las relaciones con los órganos de Prensa del Ministerio y tenía que pasar necesariamente por las horcas caudinas de los censores de turno, vía teletipos.

Los excesos del señor ministro

Como la agencia cargaba con el sambenito de que era un órgano de oposición al régimen o, cuando menos, dedicaba especial atención -esto era bastante cierto- a las noticias que emanaban de los círculos opositores o de los ambientes más combativos contra el franquismo, Europa Press sufrió con especial saña la persecución de Fraga y su gente, en especial durante los periodos de excepción.

Apenas se le autorizaba la difusión de unas cuantas noticias, siempre con retraso, lo que beneficiaba a las otras dos agencias competidoras: la oficial Cifra (hoy Efe), que entonces se ocupaba exclusivamente de las noticias nacionales, y Pyresa, que era órgano del Movimiento, lo mismo que el diario Arriba. El lápiz rojo que empleaban los censores llevó a la agencia a un estado informativo casi agónico, que fue aprovechado por Fraga y los suyos -la excepción en el maltrato fue su subsecretario, Pío Cabanillas- para presionar a los periódicos a fin de que se dieran de baja en los servicios de la agencia con la promesa de un mejor trato o de futuros favores, y con la previa advertencia de que Europa Press no estaba bien vista por “las más altas autoridades del país”.

Unas veces directamente y otras a través de intermediarios, las gentes de Fraga contactaron con el entonces presidente de Europa Press, José Mario Armero -quien años más tarde jugaría un papel trascendental al inicio de la transición, al entrevistarse por deseo del Rey y Adolfo Suárez con dirigentes de los grupos fuera del sistema y considerados subversivos, empezando por Santiago Carrillo- para ofrecerle la posibilidad de una fusión ventajosa con la agencia Efe, entonces dirigida por Carlos Mendo. La propuesta fue rechazada de plano y Fraga se enfureció y amenazó con cerrar la agencia. El Fraga de aquel tiempo era un déspota de tomo y lomo. Un autoritario despiadado al que no se le podía llevar la contraria en cuestiones periodísticas -que controlaba con mano férrea para que no perjudicaran la imagen del régimen y así quedar bien ante Franco- porque te fulminaba con la mirada, te lanzaba una frase agresiva que te dejaba patidifuso o, sencillamente, te liquidaba profesionalmente, o económicamente, o políticamente, o lo que hiciera falta. En los ambientes periodísticos trascendió el conflicto existente y nadie daba un duro por la continuidad de Europa Press.

Las reuniones del consejo de administración de la agencia eran incesantes y, convencidos todos sus miembros de que Fraga actuaba a título personal, aunque dijera públicamente lo contrario, el consejero delegado, Francisco Martín Fernández Heredia, decidió dirigir una carta personal al entonces vicepresidente del Gobierno, Carrero Blanco, que le hizo llegar a través de un amigo común. La misiva, en la que su autor le explicaba los orígenes familiares, la formación que había recibido y el sentido del deber que le habían inculcado, así como la injusticia que a su parecer se estaba cometiendo con Europa Press, surtió un efecto fulminante. Fraga fue llamado a capítulo y obligado a abandonar la persecución contra la agencia, que a partir de entonces inició un despegue espectacular y ganó en credibilidad y proyección. En alguna medida creo que el proceder altanero e injusto de Fraga le costó meses más tarde el Ministerio a cuenta de las remodelación del Gobierno efectuada tras conocerse el caso Matesa, el mayor escándalo de corrupción del franquismo, que alcanzó un importe de 10.000 millones de pesetas en créditos a la exportación para maquinaria textil que nunca se vendió, lo que afectó a varios ministros y altos cargos.

Son incontables las tropelías que sufrió la agencia durante el mandato de Fraga, pese a que éste no pertenecía a concretos círculos franquistas, ni había bebido políticamente en los ambientes más proclives al régimen. Es más, en aquel tiempo pasaba por ser, junto a los ministros y altos cargos del Opus Dei o vinculados a este movimiento religioso -López Bravo, López Rodó, Espinosa San Martín, Mariano Navarro Rubio, Faustino García Moncó- uno de los personajes más aperturistas del régimen. De hecho, suya fue la iniciativa de la Ley de Prensa e Imprenta del 66, que sustituyó a la de Prensa y Propaganda dictada en plena guerra civil, en 1938.

La verdad es que esta ley del 66, que suscitó apasionados debates en las Cortes, admirablemente recogidos en unas crónicas deliciosas de Torcuato Luca de Terna -que se difundieron Europa Press porque el ABC de aquel tiempo prefirió, por temor a Fraga, compartirlas con otros periódicos- rompió con el pasado al permitir la libertad de expresión (relativa, como se vio después), la libertad de empresa y la libre designación de los directores de los medios informativos, eso sí, cargando sobre estos últimos todas las responsabilidades, civiles y penales y exigiendo determinadas condiciones y limitaciones, como la obligación del depósito previo de las publicaciones, los textos de inserción obligatoria y las materias reservadas sobre las que no se podía hablar o escribir. El propio desarrollo reglamentario de la ley, más la Ley de Secretos Oficiales y la reforma del Código Penal redujeron el campo de las verdaderas libertades, de modo que las aspiraciones, probablemente sinceras, del ministro Fraga se fueron quedando por el camino.


Conversión a la democracia

Este Fraga, llamado Zapatones, El patrón y León de Villalba, es el mismo que aprovechaba el estado de excepción del 69 para decir, recordando las aficiones cazadoras que compartió con Franco: “Tengo que cobrarme ese venado”, en alusión a Antonio Herrero, al que expedientó y multó administrativamente en reiteradas ocasiones -dos de ellas con carácter grave y habría bastado una tercera para que tuviera que cesar como director-, con quien estaba obsesionado. Por dos veces me propuso para dirigir otros tantos periódicos del Movimiento e incluso me prometió influir ante Europa Press, si finalmente se cargaba a su director, para que pudiera sustituirlo, a condición de que me comprometiera a controlar determinadas noticias de carácter político.

Impulsivo e imprevisible, a veces perdió la cabeza cuando se dejaba llevar por repentinos -aunque infrecuentes, la verdad sea dicha- ataques de ira o irritación. Tal fue el caso de una reunión en octubre de 1968 en la planta quinta de su Ministerio, hoy sede del de Defensa, durante la ampliación de los acuerdos del Consejo de Ministros, a la que solíamos asistir ocho o diez periodistas. En plena reunión, sonó en tres ocasiones distintas, aunque muy cercanas en el tiempo, el teléfono, que tomó Jiménez Quílez, a la sazón director general de Prensa. Éste dijo que el ministro estaba ocupado en ese momento y que llamara más tarde. La cara de Fraga era todo un poema cuando el aparato sonó por cuarta vez. Dio entonces un respingo, pidió unas tijeras y acto seguido cortó el cable telefónico y siguió la rueda de prensa tan campante ante la mirada atónita de los presentes.

En 1974, cuando llevaba algo más de un año como embajador de España en Londres, Fraga nos invitó a un grupo de periodistas con la idea de explicarnos sus proyectos políticos tras unos años de silencio y dedicación a preparar su futuro, tras haber dejado de lado el franquismo sociológico que tanto juego le dio. Por primera vez oí al embajador hablar de reformismo, de centrismo, de centrismo reformista, de la necesidad de la apertura política ante las grandes transformaciones sociales y económicas del país, de la necesidad de superar las desconfianzas. No sé si fue su propia evolución o el ambiente democrático del Reino Unido, pero el Fraga del 74 me pareció que poco tenía que ver, en el fondo y en la forma, con el del 68 ó 69, aunque no nos dejó claro (seguramente por algunas desconfianzas hacia los periodistas) si su proyecto para España suponía la liquidación definitiva del régimen o su remodelación para que evolucionara. También nos confesó que estaba impulsando la creación del periódico El País con un grupo de colaboradores, algo que consiguió aunque perdió la batalla final por su control.

Tras la muerte de Franco, Fraga fue nombrado vicepresidente del Gobierno y ministro de la Gobernación, hoy Interior, por Arias Navarro, y en el desempeño de este cargo puso de manifiesto su actitud autoritaria, sobre todo en los incidentes que dieron lugar a varios muertos en Montejurra (Navarra) y en Vitoria a mediados del 76. De entonces deviene esa frase que se le atribuye “La calle es mía”, que tantas críticas suscitó y que él mismo negaba haber dicho, aunque Ramón Tamames, militante entonces del PCE, apunta que se la trasladó a él mismo telefónicamente, con ocasión de distintas manifestaciones en Madrid y otros puntos de España, a modo de advertencia para que cesaran los incidentes so pena de dura represión policial.

En contra de sus expectativas, Fraga no pudo llegar a la Presidencia del Gobierno con el Rey. Políticamente fue todo menos jefe del Ejecutivo, aunque satisfizo su galleguismo con cuatro mandatos. Sus vinculaciones con el franquismo y su propio carácter probablemente jugaron en contra de sus pretensiones y de las de José María de Areilza, Conde de Motrico, que también aspiraba a ese puesto y hubo de conformarse con el de ministro de Asuntos Exteriores.

Días antes de trasladarme a Tenerife para hacerme cargo de la dirección del DIARIO DE AVISOS, en 1976, visité a Fraga en su despacho ministerial y me recibió con un afecto y una atención que me dejaron asombrado. Sabía por su jefe de prensa, Rogelio Baón, que acababa de dejar Europa Press, y por su viejo amigo Fernández Pombo, director general de Prensa, que DIARIO DE AVISOS había obtenido permiso para su edición en esta isla, y con ese memorión que Dios le había dado me espetó a bocajarro: “Conozco a sus jefes porque algunos han estado conmigo en El País”. Y me citó a Pedro Modesto Campos, Leoncio Oramas, el Conde de Siete Fuentes y Heliodoro Rodríguez. En la despedida me rogó que olvidara pasados problemas en sus relaciones conmigo. “Son cosas de la política y de la coyuntura”, me dijo. “Yo a usted le respeto y sabe bien que le tengo en alta estima personal y profesional”. Otra vez Fraga en su salsa, aunque me pareció sincero, o al menos eso quise creer por el tono y el gesto empleados para la ocasión.

Un año más tarde vino a Tenerife para hacer campaña en las primeras elecciones democráticas, a las que concurrió, para obtener tan sólo 16 diputados, con los siete magníficos en Alianza Popular. Visitó el periódico, donde me saludó con un abrazo que me pareció un mandoble en la espalda que un saludo efusivo. Para compensar, se negó a que le realizara una entrevista y la trasladó deliberadamente al Parador de La Gomera, donde se iba a alojar al día siguiente, tras concluir un acto en San Sebastián. Allí me fui yo como un corderito y pude hablar con él durante más de hora y media, al cabo de la cual me lanzó un “Usted no se ha preparado a fondo esta entrevista” que me dejó helado porque, al contrario, la llevaba muy bien estudiada. Lo que pasa es que le incomodaron algunas preguntas y no pudo disimularlo ni en las miradas que me lanzó ni en su “Eso no se lo voy a contestar, pero no lo diga”, que solía utilizar si se sentía molesto ante algún periodista conocido. Lo mismo sucedía cuando, al desarrollar lo acordado en los Consejos de Ministros en los años sesenta, acababa con la frase “¿Alguna observación, duda o pregunta?”. Y pobre del que observara, dudara o preguntara porque le taladraba con su lengua viperina hasta ridiculizarlo o dejarlo en evidencia con tal de no decir lo que tenía previsto y ocultar lo que le convenía.

Manu Leguineche, que dirigía la agencia de noticias Colpisa, y a la que DIARIO DE AVISOS se había asociado, tenía concertada una cena con Fraga, en un restaurante de la madrileña calle de Joaquín Costa, para el 23 de febrero de 1981, dentro de las habituales reuniones mensuales que celebrábamos los directores de periódicos asociados a esta agencia con distintos líderes políticos. Obviamente, el intento golpista de Tejero evitó la cita, pero Fraga no quiso que se suspendiera y la celebramos el mismo 24 por la noche, apenas un par de horas después de que el Rey recibiera en la Zarzuela a los principales dirigentes españoles, entre ellos el propio Manuel Fraga. Éste nos ofreció una noche memorable. Llegó exultante aunque preocupado y preparó una de sus míticas queimadas entre risas y chistes, calenturas y momentos de silencio reflexivo, insinuaciones maliciosas y revelaciones a medio gas. Fraga en estado puro. De cuanto afirmó a lo largo de la noche, lo más destacado fue su confesión de que Alfonso Armada (nunca citó su nombre pero era obvio que se refería a él) estaba detrás de la intentona golpista y que pagaría por ello. Era la primera vez que se ponía en circulación ese nombre y todo cuanto Fraga apuntó se confirmaría a lo largo de los días y semanas siguientes.

Alguien irrepetible

Sobre don Manuel se ha escrito de todo durante estos últimos días, tras su fallecimiento del domingo. Para unos ha sido un héroe y un villano para otros, por su estrecha vinculación con el franquismo. Yo lo traté sobre todo entre 1968 y 1969, algo menos después, hasta el 85, y prácticamente nada los últimos años. Con él compartí viajes, reuniones, conferencias de prensa y hasta confidencias. Siendo ministro con Franco me hizo vivir momentos muy delicados y de una gravedad que a nadie se le pasaría hoy por la cabeza. Pero debo añadir que viví otros episodios en los que me sorprendió su trato deferente y su amabilidad, que desembocaron por su parte en una inusual petición de disculpas por algunos rifirrafes del pasado. El Fraga que yo conocí fue un personaje irrepetible, de pensamiento y acción, con una cultura enciclopédica y unas salidas de pata de banco. Le calmaba el juego del dominó y le excitaba la caza mayor. Fue a la vez un tormento y un ciclón, un personaje irritable y un católico fervoroso, austero y honrado a carta cabal, brusco y tenaz, pero siempre competente y de una inteligencia fuera de lo común. Se confesaba lector empedernido y madrugador habitual porque “nunca me acuesto después de medianoche”.

También se mostraba temperamental e incansable, exaltado y medroso, brillante y autoritario, disciplinado y puntual, atentísimo y diligente con las mujeres periodistas -siempre las trataba con deferencia y respeto; hasta formó con seis u ocho de ellas una tertulia en Madrid, en su etapa de eurodiputado-. Sus frases lapidarias, elogiosas o desconsideradas causaban furor. Hacía profesión de canovista ferviente y anglófilo convencido, sobre todo tras su etapa al frente de la embajada en Londres, pero también se sentía gallego y español hasta la médula, así como “un servidor del Estado”, tal cual se definía a sí mismo. Por ese carácter tan suyo, las relaciones con su propio partido no siempre fueron fáciles porque su personalidad intensa y contradictoria podía convertirse fácilmente en obstáculo insuperable. Se sentía muy vinculado al exministro Ruiz Giménez y con él contribuyó al lanzamiento de la revista Cuadernos para el diálogo, que se convirtió en un referente del progresismo político y cultural de los años sesenta y setenta y a la que varias veces el mismísimo Fraga persiguió en su etapa franquista.

Sus pulsiones vitales, sus controversias, sus gestos destemplados, sus triunfos y sus desgracias, todo en Fraga estaba falto de proporción. Era desmedido, confuso, controvertido. Genio y figura, fue número uno y premio extraordinario en todo lo que se propuso. Se licenció en Derecho, Políticas y Económicas, fue letrado de las Cortes, diplomático y catedrático de Teoría del Estado y Derecho Constitucional. Escribió cerca de 90 libros y fue deslumbrante, imaginativo y trabajador infatigable quizás porque estaba dotado de una energía poco común. Dejó huella en todos los puestos por los que pasó, y más que en ninguno en su tarea en favor del turismo, que con él despegó en los años sesenta y cambió la imagen del país. Su eslogan Spain is different hizo fortuna y con él España se lanzó, en plena dictadura, a la conquista de Europa. Los primeros turistas empezaron a visitar el país con entusiasmo y fidelidad, contribuyendo así a su apertura al exterior, a una inevitable relajación de costumbres y a una muy deseable modernización. Otra de sus contribuciones más destacadas fue la puesta en marcha de la red de Paradores Nacionales, que permitió recuperar para el ocio y el goce turístico edificios y lugares emblemáticos.

Con sus virtudes y sus defectos, Fraga ha sido un gigante de la política, un referente inexcusable de la España de finales del siglo XX y comienzos del XXI, con el mérito añadido de haber creado una formación democrática de centro-derecha en la que integró a demócratas tardíos y franquistas reconvertidos pero dejó fuera al extremismo radical, refugiado en partidos marginales sin ninguna relevancia ni representación. Su último mensaje para Rajoy la víspera de su discurso de investidura fue bien claro: “El proyecto centrista y reformista debe continuar. No se deje llevar por los extremistas”. Como escribía esta semana un columnista catalán, Mac Álvaro, “las actitudes unen más que las ideas y, al fin y al cabo, Fraga y Carrillo justificaron la conveniencia de unas u otras dictaduras y, después, fueron capaces de evolucionar, de renunciar a dogmas, y acabaron dando lecciones de democracia. Por eso hay que valorar positivamente la aportación que estos dirigentes hicieron al objetivo más importante que tenía nuestra sociedad en 1975: evitar una nueva guerra civil”.