POR PETENERAS> Rafael Alonso Solís

La familia hace justicia > Rafael Alonso Solís

La especie humana tolera con facilidad los crímenes de la familia, al mismo tiempo que tiende a magnificar los deslices de los otros. La condición de implacable tiene color y no es inocente.

Por ello se juzga con rigor enfermizo al vecino y se mira hacia otro lado cuando los de nuestra misma sangre -ya sea por genética, afiliación política o comunidad corporativa- le cortan el rabo a las lagartijas para disfrutar con sus movimientos frenéticos y observar su capacidad de regeneración tisular.

Si la humanidad es capaz de elevarse por encima de sus límites genéticos, lo es, seguramente, porque en ellos mismos reside un mecanismo que lo permite y que lo impulsa, un mecanismo capaz de orientar la evolución y permitir la respuesta ante las oscilaciones del entorno.
Cada vez que un personaje público es sometido a la acción de la justicia, el brebaje mafioso del que hemos bebido nos hace responder con admirable disciplina. Si el acusado pertenece a una banda de la otra orilla, nos manifestamos como irreductibles defensores del respeto a la justicia y repetimos hasta la saciedad que quien la hace la pague.

Pero si se trata de uno de los nuestros -uno con quien compartimos familia, credo, capilla o cofradía-, ocultamos sin vergüenza las pruebas del delito, levantamos las pancartas de la presunción de inocencia, y ponemos en saludable tela de juicio la infalibilidad de los jueces.

Se trata de la manifestación más burda del instinto tribal, la esencia de la secta, que ha permitido el crecimiento de las sociedades al establecer mecanismos de integración y permitir el reconocimiento del olor del clan, mientras se rechaza el del forastero. De ahí debe venir el placer que nos produce el olor de las ventosidades propias, frente al desagradable hedor de las ajenas.

Sin embargo, hay algo más, y es la utilización de esas contradicciones para matar al enemigo, para acabar con los otros cuando se ponen a tiro. Ahora se trata de un juez, que tuvo el atrevimiento de meterle mano a un par de asuntos tenebrosos. Resulta irrelevante si ha gustado en demasía del estrellato o ha cometido errores en los procedimientos de instrucción. La verdad de trabuco es que su osadía provocó hace tiempo la irritación de ciertas cúpulas sociales, y las familias se reunieron para dictar una sentencia irrevocable.

El resultado fue el inicio de una caza que parece estar llegando a su fin. Amarrado y a tiro, el juez que veía amanecer está a punto de caer bajo las balas del clan, lo que servirá de lección para otros y aviso para futuros intentos. El ataque preventivo está a punto de dar sus frutos con toda impunidad. Mientras tanto, la corona sigue de rositas.