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Martín Vigil > Luis Ortega

Por azar y, entre otros libros de viejo (“dos por euro”), encontré en el rastro chicharrero, un relato documental que, en 1968, superó todas las marcas y enriqueció, aún más, la bolsa y la fama de su autor, un sacerdote secularizado que luego, con el ánimo y la connivencia del régimen y la iglesia, escribió para los alumnos de los últimos cursos de bachillerato y para los universitarios piadosos. Ruiz Cuevas, José Luis Vargas, Maribel Arrocha y algunos otros enseñantes progresistas nos liberaron de aquel tsunami editorial que se llamó José Luis Martín Vigil (1919-2011). Natural de Oviedo, interrumpió la carrera de Ingeniería Naval por la Guerra Civil, en la que combatió como voluntario, en el bando vencedor. Ingresó en la Compañía de Jesús en 1948 y fue ordenado sacerdote en 1953; cinco años después fue secularizado y, desde entonces, primero como rumores y luego como noticias discretas en la morigerada prensa del franquismo, le persiguió la sombra de su homosexualidad. Sin embargo, ni abandonó sus creencias religiosas ni se vio perjudicado en una fulgurante carrera literaria que, iniciada con historias ñoñas y moralizantes, tomó más tarde derroteros más libres y actuales y menos catequéticos. La casualidad -que tiene tantas percepciones como apelativos- estuvo precedida por un lúcido y elegante recuerdo que Luis Antonio de Villena -al que debemos el rescate de su muerte, ocurrida hace casi un año, del terrible olvido- le dedicó días atrás, una reivindicación afectiva que humaniza los episodios más duros de la biografía del escritor asturiano, como “sus inclinaciones sexuales -hoy, un derecho consolidado afortunadamente- en un país de machotes” y uno de los problemas más complejos que tuvieron que afrontar los últimos papas. “Los curas comunistas”, donde defendió con espíritu pionero el trabajo pastoral en los barrios obreros de Madrid, alcanzó una veintena de ediciones, incluida una especial del Círculo de Lectores. Vigil entró luego, con mejor intención y más voluntad que eficacia. en el retrato social -al igual que lo hicieron en el cine Eloy de la Iglesia y José Antonio de la Loma y, en el teatro, el prolífico Alfonso Paso- pero la aceleración histórica convirtió los trabajos efectistas de todos ellos y, en algún caso, oportunos, en meros testimonios de escaso recorrido ante la aceleración histórica que impuso la transición, y quedaron en la memoria de los curiosos y las ratas papívoras que pensamos que cualquier pasado fue peor.