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Armando Montoliu > Leopoldo Fernández

El padre Armando Montoliu fue mi párroco, mi consejero espiritual y mi amigo durante un montón de años. También fue, por su celo evangélico, el mayor incordio -lo digo con el máximo afecto y respeto y desde el fondo del corazón- con el que felizmente hube de cargar durante más de tres décadas. Lo apunto ahora que acaba de morir en la paz del Señor tras pasar los últimos años en la residencia sacerdotal de El Sauzal. Desde antes de ser feligrés suyo, me buscaba por mi condición de periodista para reclamar la divulgación de cualquier acción que pudiera socorrer a los más necesitados. No conocía ningún otro signo de superioridad que la bondad y la ayuda al prójimo. En un durísimo conflicto laboral en el sector hostelero, se ofreció como mediador en diciembre de 1978 y su gesto sirvió para calmar ánimos y acercar posiciones. Vivía para hacer el bien y a él se entregó con celo apostólico. “El bien nunca estorba a los ojos de Dios”, solía decir. Acudía allí donde advertía la necesidad de solidaridad para combatir cualquier causa en favor de los más pobres o para recoger las aspiraciones que se le plantearan y que, como buen benefactor, atendía sin preguntar por inclinaciones religiosas o ideológicas. ¡Si hasta Fidel Castro le impuso personalmente la Medalla de Oro de la Amistad del Gobierno cubano…! A través de la fundación que lleva su nombre, envió decenas de contenedores con alimentos, ropas y material escolar hasta parroquias de zonas desfavorecidas de Cuba, Venezuela y Guatemala. Promovió asociaciones, unió y oró con familias, ayudó a restaurar iglesias y a construir templos -el último, de la mano del arquitecto Enrique Rumeu, el del Sagrado Corazón, en la capital-. Barcelonés de nacimiento y tinerfeño de corazón desde 1947, llevó una vida peculiar: “Estuve en la guerra, trabajé en un banco, tuve una novia, bailé mucho y encontré la vocación algo tarde, a los 26 años”, confesaba el 27 de febrero de 2010, víspera de su 90 cumpleaños. La muerte de un amigo por una bala perdida le movió a consagrar su vida al sacerdocio. De éste extrajo la quintaesencia de la espiritualidad y la voluntad de servicio. Queda constancia en Valverde, en San Andrés y Sauces, en Tacoronte, en Santa Cruz de Tenerife, donde se le recuerda por su trabajo y la simiente eclesial que dejó, también más recientemente entre las comunidades de religiosas y en la iglesia ecuménica de San Jorge. Como premio material, los homenajes, los títulos de hijo adoptivo, el de monseñor que le otorgó el Papa, o los de caballero mozárabe de la Orden de Toledo y capellán magistral de la Orden de Malta. Y como legado espiritual, una vida religiosa colmada de buenas obras.