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La viudez > Domingo-Luis Hernández

Cuando de jóvenes leímos Il dolore, de Giuseppe Ungaretti, no pudimos menos de objetar, por nuestra ignorancia de la desgracia, que lo que el poeta italiano trasladaba a letras en esos extraordinarios poemas no era más que una mera confabulación con el invento, que era imposible que un padre estampara de ese modo el agobio por la muerte de un hijo.

Cuando mucho más tarde leímos Azul serenidad, de Luis Mateo Díez, pudimos corroborar hasta donde el dolor puede arrimar la letra de un genio al escrito y trasladar allí tanto abatimiento, hasta donde la desesperación por las pérdidas queridas puede herir a los mortales de ese modo, hasta donde las muertes cercanas se ensañan con una herida tal en el entendimiento.

Todo eso pensé cuando nos vimos en el entierro. Iba de negro absoluto aunque no fuera menester. Más de uno sabía que aquella mujer era su adoración suprema, pero nadie podía admitir lo que todos llamaban banalidad, de que el tiempo no colocara cada cosa en su sitio y de que el olvido fuera una excepción en nuestro amigo. Lo fue; se equivocaron. Cuando los últimos pasos cerraron el ataúd en el lugar en el que él no lo pudo seguir, cuando solo los ojos cercanos contemplaron la madera en la pira del fuego, el cuerpo en las llamas y después las cenizas, él desesperaba preso de una amargura atroz, tan atroz que jamás pude imaginar que una experiencia así tuviera asiento en la vida.

Por qué asistí yo a ese descalabro del alma no era extraño. Siempre estuve lejos, algunas veces muy lejos. Pero tenía la virtud, me dijo, de que cada vez que aparecía por los alrededores para las cosas más comunes, como un bautismo, una boda, un entierro…, siempre me veía igual y siempre era conmigo con quien el pasado se le representaba como si fuera presente. Entre otras cosas porque en el despertar de la adolescencia a los dos nos gustó la misma chica, los dos nos peleamos por la misma chica y los dos miramos hacia el cielo aturdidos porque ninguno tuvo la respuesta que deseábamos de la misma chica.

Yo me marché del lugar muy pronto, porque hay personas que tienen la virtud, el arrojo o la suerte de irse pronto del lugar, me dijo. Él permaneció atado al lugar porque solo una luz resplandecía en su cielo, solo un rostro brillaba en las noches, solo un cuerpo tenía forma en este mundo y él debía de contemplarlo aunque fuera a través de los cristales de su coche y muy lejos.

Me dijo que para mí era muy fácil olvidar porque nunca la quise. Le dije que para mí era muy fácil olvidar porque en mi adolescencia la quise como a nadie en este mundo pero que eso fue en la adolescencia y la adolescencia ya pasó. La muchacha que yo quise en la adolescencia tenía un rostro sin par, unos ojos inmensos, pero, por más que encendiera mi pasión, jamás representé certeramente en mi mente lo que había debajo de su ropa. Pude olvidar, le dije, porque el mundo es real. Él me respondió que si pudiera abofetearme lo haría. Y yo le confirmé que acaso si lo hacía tendría razón. Luego, “hazlo, si así te encuentras mejor”.

Cayó de rodillas y lloró.

Me dijo que su soltería nada tenía que ver con homosexualidad alguna, ni con complejo de Edipo, ni con temor a las mujeres, “¡Dios me libre!” Ocurre que la naturaleza me ha llevado a más de un lecho en compañía. Siempre le pareció que la había engañado y siempre la angustia lo embargó por haberla engañado. Aunque le dije que exageraba, no exageraba. Pero algo habría de argumentar por ver si ayudaba a mi amigo a apaciguar el infortunio. “Ella eligió -oyó que le dije-, y no a ti ni a mí, aunque no me quedé para comprobarlo. Su vida es suya. Por más que hayas sufrido lo que has sufrido, jamás te la cedió”.

Repuso que no fuera pendejo, que no me equivocara, que fuera a mi aula a explicar la lógica de las relaciones que encuentro en los libros. “El mundo no funciona aquí de esa manera”, resumió. Porque cuando oyó su risa, alguna vez que compartió velada con su familia y los amigos, era su risa, cuando vio a sus hijos pasear por la calle, juguetear en la plaza, correr en el campo de fútbol, bañarse en la playa y crecer eran sus hijos. El mundo es así, concluyó, no como tú me lo pintas. “Por eso leo a Platón, sentenció, para entender el valor de lo que amas, eso que la práctica del querer no anula.”

Mi amor no ha muerto, me dijo, porque nunca agoté el hábito del amor; lo guardo en mi alma como la luz primera que incendió el mundo.

La mujer (cuyo nombre él y yo conocemos pero que no repetimos) había muerto. ¿El mundo se acaba por esa desaparición?, le pregunté.

Le dije que de una cosa estaba seguro, de que nadie desaparece de este mundo hasta que se borre de la memoria, que ella vivirá en la memoria hasta que él tenga memoria, que estaba convencido de que si fuera inmortal ella sería inmortal.
Me miró. Sonrió. Dijo: “¿y si nos fuéramos los dos juntos?”

“Eso es una elección”, respondí.

Me abrazó.