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Los puentes de Fraga > Juan Hernández Bravo de Laguna

Esquerra Republicana de Catalunya, la formación catalana independentista de izquierda radical, que cuenta con tres representantes en el Congreso de los Diputados, considera ofensivo que la Cámara rinda un homenaje al recientemente fallecido Manuel Fraga, como quiere Jesús Posada, su presidente. El argumento es que Fraga fue ministro de Franco. Es la cantinela obsesiva de cierta izquierda, que no quiere aceptar la evidencia de que para el éxito de una transición a la democracia como la española fue necesaria la existencia y la acción política de personalidades como Fraga, que construyeron un puente y fueron ellas mismas un puente entre las dos orillas políticas. El problema es que, posiblemente, esa izquierda anclada en el tiempo tampoco cree mucho en la democracia y no guarda ningún recuerdo -ni político ni turístico- del muro de Berlín.
El rey Juan Carlos fue designado sucesor por Franco y juró los Principios Fundamentales del Movimiento Nacional, el partido único franquista. Sin embargo, más tarde promulgó una Constitución democrática -la nuestra-, que le confirmaba como rey de una democracia parlamentaria y asumía la cesión de derechos dinásticos que le había hecho su padre, directo sucesor de Alfonso XIII. Adolfo Suárez fue, en vida de Franco, procurador en Cortes, gobernador civil, director general de Radio Televisión Española y nada menos que vicesecretario general del Movimiento. Y después de la desaparición del dictador, fue ministro secretario general del Movimiento en el Gobierno de Arias Navarro.
El propio Fraga se une a los anteriores en su labor de puente. Es verdad que formaba parte del Consejo de Ministros que autorizó en 1963 la ejecución del comunista Julián Grimau, condenado a muerte por motivos políticos. Pero no es menos verdad que fue uno de los redactores de una Constitución que prohíbe la pena de muerte. Es verdad que su Ley de Prensa e Imprenta, que suprimía la censura previa y era la mayor liberalización informativa que el régimen podía tolerar, generó una intensa autocensura, una enorme inseguridad jurídica y multitud de serios problemas para medios y periodistas. Pero no es menos verdad que la Constitución que él ayudó a redactar establece una libertad de expresión y una libertad de prensa que, incluso, demasiadas veces se imponen peligrosamente al derecho al honor, a la intimidad personal y familiar, y a la propia imagen.
Fraga fue un ministro de Franco que lideró el aperturismo y la institucionalización del régimen hasta donde era posible. Y ahí está la Ley Orgánica del Estado de 1967, el mayor empeño legislativo en ese sentido, que preparaba un futuro menos autoritario sin Franco y que básicamente fue obra suya. Tampoco es lícito olvidar que, en su enfrentamiento con el Opus Dei, fue cesado precisamente por su aperturismo. Y que siendo en lo personal creyente y practicante, construyó un Partido Popular en el que el sector confesional y cristiano demócrata -Mayor Oreja- nunca ha controlado el partido ni ha tenido la menor oportunidad de dirigirlo. Los esfuerzos, al margen de Fraga, de Joaquín Ruiz-Giménez (otro antiguo ministro de Franco) y otros políticos por consolidar un partido confesional viable fracasaron. Esa es una diferencia fundamental entre nuestra transición democrática y la recuperación italiana de la democracia tras la Segunda Guerra Mundial, en la que emergió un fuerte e influyente Partido Cristiano Demócrata.
Fraga regresó a su cátedra en la Universidad casi inmediatamente después de ser cesado como ministro. Y regresó para enseñar nada menos que Derecho Político y Teoría del Estado en una Universidad tomada por la policía. Pues bien, como alumno presencial suyo, puedo dar fe de que, desde una intachable profesionalidad, en sus clases jamás hizo apología de la dictadura; de que, al contrario, se mostraba ferviente admirador de la democracia británica y de su sistema político, al que en sus explicaciones volvía una y otra vez con el menor pretexto; y de que, en definitiva, sus clases y la bibliografía que exigía o recomendaba se podrían impartir y dar también hoy en día después de una simple -y obvia- actualización temporal. En ese sentido, es posible afirmar que tanto el profesor como el político mostraban ya entonces una cartas ideológicas homologables, aunque, eso sí, desde una personalidad irremediablemente autoritaria.
De los motivos o las razones que impulsan a una persona a participar en la política e intentar destacar el ella (el poder, la relevancia social y el dinero), Fraga se movía únicamente por el poder, y la relevancia social la adquirió por añadidura. Tenía una clara vocación de estadista (“No tengo más enemigos que los del Estado”, manifestó en algún momento), y su modelo eran los grandes Primeros Ministros británicos del siglo XIX y primera mitad del siglo XX. En cuanto al dinero, baste decir que falleció en Madrid en un piso de noventa metros cuadrados, y que en vida recibió numerosos insultos y descalificaciones, pero nunca nadie pudo llamarlo corrupto ni afirmar que estaba en la política para enriquecerse.
Toda transición democrática, todo cambio político institucionalizador, necesita de un Manuel Fraga, que fue el férreo conductor de la derecha española desde los pastos del autoritarismo franquista al difícil redil de la democracia. Una democracia a la que su pragmatismo político le hizo servir con idéntica dedicación y lealtad con las que había desempeñado su cargo de ministro de Franco. En efecto; su adaptación a la democracia y su compromiso con ella fueron reales y firmes, hasta el punto de que se convirtió en uno de los redactores de nuestra Constitución. Y si Fraga no hubiera existido la transición hubiese tenido que inventarlo. Es un lugar común, pero es literalmente cierto.
Fraga construyó un puente y fue él mismo un puente entre las dos Españas. Desde su personalidad autoritaria y su ejecutoria política poliédrica, y por más que les pese a algunos, contribuyó decisivamente a que nuestro nefando pasado de guerras civiles y enfrentamientos fraticidas no vuelva a estar presente ni en nuestro ahora ni en nuestro porvenir. Esa es la deuda de gratitud que tiene con él la democracia española. Por todo eso, en estos tiempos de corrupción y miseria política, lo menos que merece su memoria es el homenaje parlamentario que tan mezquinamente pretende negarle Esquerra Republicana de Catalunya.