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Oswaldo Izquierdo > Luis Ortega

El fin de semana aprendo de Belén y Luis señas del tiempo nuevo y conecto con los amigos lejanos -no por amor, sino por geografía-. Tomo el café sin prisa y, desertor del tabaco, recuerdo la perfumada maravilla con una mezcla de nostalgia y orgullo. Ayer, un inesperado tesoro animó el repertorio de usos gratos que preceden al lunes y evoco, con resucitada emoción cuando Oswaldo Izquierdo descubrió La Palma y cuando La Palma descubrió, a su vez, a un espíritu elevado y cordial, con el alma en vuelo y los sentimientos, las pruebas de su innegable existencia, a pie de tierra. La devolución del tiempo perdido tiene tal compensación que hizo del último domingo de enero un día inolvidable y, antes que a los lectores, se lo tenía que contar a alguien; a Luis Cobiella, lúcido autor del prólogo, un apasionado y exquisito alegato sobre la amistad, la música y la poesía, contenidos en unos cuencos sonoros que justicia y propiedad se ha colocado entre los poemarios más hermosos leídos en este tránsito por las penurias que atravesamos. En este espacio tasado no cabe la alegría por el reencuentro con Izquierdo Dorta, madurado en los valores que descubrimos en el Valle de Aridane cuando, como ahora, “la poesía era misterio, sugerencia, emoción”, cuando el teatro era un recurso parabólico para mentar la libertad que nos faltaba, cuando nuestro exceso de fe se dividía entre aficiones y capacidades y el sueño común se formulaba a nivel personal, como el rezo y el deseo. Con tres partes diferenciadas que, con su juicio certero e inapelable, Cobiella Cuevas unifica, desde el timbre de los instrumentos nombrados, “donde ninguno alcanza la música de sus poemas gomeros”, a la relación épica en clave de romance que, desde ya y junto al gran Pedro García Cabrera, encabezan una lírica que, en nuestro microcosmos canario, empezó en esa islas con las endechas al ambicioso y desgraciado doncel Peraza, “la flor marchita de la su cara”. Entre colibrís de oro, chelos de tierna y recia humanidad, columpios de luces que iluminan, ya sea piano o arpa, el ángulo oscuro, el corazón encogido, al repique turpial de la mandolina o el resuello nómada del acordeón, entre topónimos que, en sí mismos son poesía, a Oswaldo por escribirlo, a Luis por prologarlo y bendecidlo, y a otro Luis -Martín Herrera- por alentar el empeño hay que agradecer el regocijo refinado de un auténtico día de fiesta. Y al Centro de la Cultura que, contra viento y marea, corporiza ideas de todo signo y primores para el gozo.