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El obispo de la diócesis, monseñor Bernardo Álvarez, dejó en la villa mariana de Candelaria, con motivo de la festividad de la patrona de Canarias, un mensaje de solidaridad con las personas de la tercera edad, para las que reclamó ayuda y cariño desde las instancias públicas, pero también desde el ámbito familiar, en el que la cercanía y el amor suelen ser el mejor acompañamiento. El prelado nivariense fue muy considerado al explicar que no quería reprochar nada a los políticos -presentes en el acto en buen número y encabezados por el jefe del Gobierno, Paulino Rivero-, sino llamar su atención de modo que, en la medida de sus posibilidades, procuraran que las personas mayores reciban un trato y unos apoyos a la altura de su dignidad. La demanda del obispo está cargada de sentido común porque en los tiempos que corren son muchos los ancianos que, por problemas económicos y situaciones familiares sobrevenidas, carecen de medios materiales para vivir con decoro y recibir las atenciones que merecen su edad, las enfermedades asociadas a la senectud o circunstancias de otro tipo. La propia evolución de la pirámide demográfica debería llevar a los dirigentes públicos a atender las crecientes necesidades de una sociedad cada vez más envejecida y que reclama, como derecho de ciudadanía, mayores respaldos oficiales y atención a las personas mayores, más aún si presentan discapacidades, limitaciones o carencias. En Canarias residen más de 300.000 mayores de 65 años, más del 15% de la población, y las proyecciones del Istac estiman en más de 680.000 las personas de 65 y más años -28 de cada cien canarios- que en 2019 vivirán en estas Islas. Muchos de nuestros mayores necesitan ayuda a domicilio, teleasistencia u otras prestraciones y algunas más utilizan centros de día o de noche y residencias, según sus necesidades y posibilidades. Con arreglo a las perspectivas existentes, es preciso diseñar políticas sociales previsoras que procuren atender la calidad de vida y el mayor bienestar posible de los ancianos necesitados. Y, sobre todo, que se les faciliten residencias -hoy escasas las públicas y caras las privadas- y centros de acogida en número suficiente. Lo que muchas veces hace triste la vejez no es la cercanía de la muerte, sino el fin de la alegría y la esperanza, más aún si ambas son producto de la postergación -ese dejar aparcados a los ancianos, que decía el obispo-, la exclusión social o la falta de atención, sea de los familiares o de las autoridades. Desde luego, no merecen la premonición de Maurois de que, en la vejez, el espíritu se convierte en un cementerio y aquellos a quienes hemos querido vagan entre las tumbas.