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Coppola y Camus > Rafael Alonso Solís

En una de las escenas de El Padrino, ese clásico que pasmó al siglo pasado y ya impregna el que vivimos con la plenitud del arte intemporal, alguien pregunta por los periodistas que tiene en nómina la familia. En otra, alguno de los capos se queja del poder omnímodo de don Vito, que maneja por igual a políticos y jueces, y se resiste a compartirlos. Ya en el crepúsculo de la saga, la inteligencia de Michael Corleone le lleva a aproximarse a la iglesia, a hundirse de lleno en la catacumbas vaticanas sin miedo a quemarse en el infierno, a entrar en negocios con la curia hasta llegar a dudar de la verdadera identidad de la mafia. “Ellos son la verdadera mafia”, exclama irritado, y uno se pregunta dónde está la separación, cuál es la cualidad que distingue al auténtico baranda, quién se queda fuera del escenario y quién mueve los hilos de los títeres. La grandeza de la obra de Coppola radica en su capacidad para posar su mirada en el corazón del mundo, y luego devolvérnosla envuelta en lirismo. Las pasiones de la especie resaltan mejor cuando se extraen del alma familiar, esa unidad eterna que garantiza la perpetuación de los parecidos y mantiene incólume el espíritu de la tribu. La levedad de las normas con que hemos armado el campo de batalla donde dirimir las ideas consiste, precisamente, en que los jueces, los políticos, los clérigos y los periodistas pertenezcan a familias identificables y su nómina dependa del éxito del negocio. La corrupción es a veces el precio que se paga para mantener unido al clan y garantizar el silencio. Basta leer las sentencias, escuchar los argumentos o atender a la prédica. El invento de la tertulia de pago ha simplificado las cosas al sentar juntos a los políticos que opinan y a los opinadores profesionales que tocan las palmas. Puede que el maridaje entre periodistas de plantilla y políticos de mesa camilla refleje el ritmo de la época, una época en la que se mezclan la desazón que amenaza con quitarnos el futuro y el sonido fatal de los tambores de guerra. Ahora reaparece la figura de Camus para recordarnos unos cuantos principios para moverse entre las minas. De los cuatro que señalara -lucidez, desobediencia, ironía y obstinación- uno se queda con los dos primeros por resultar más difíciles de ejercer. O tal vez sean necesarios todos, combinados en la justa medida. Al fin y al cabo, la ironía acaba siendo en un recurso manido si no va acompañado de cierta hondura, y la obstinación es una virtud que suele hacer equilibrios arriesgados por el filo de la navaja, siempre a punto de convertirse en defecto y derrumbarse hacia el abismo de las convicciones absolutas.