Permítanme que les cuente un cuento… >

Del cielo al suelo

MIGUEL L. TEJERA JORDÁN | Santa Cruz

Todo el mundo afirma que no sabe lo que sucede cuando alguien decide suicidarse, arrojándose al vacío desde la azotea de un edificio de 20 pisos. Algunos presuponen que el corazón del suicida se para. Víctima de un infarto fulminante, no llega vivo al pavimento, elucubran. Pero otros, probablemente con más sentido práctico de la vida, concluyen con un lacónico “te matas”.

La señora de la limpieza, naturalmente…

Ahora bien, lo único cierto es que todo el mundo desconoce lo que pasa, porque ninguno de los suicidas que tuvieron éxito en su intento, ha vivido para contarlo. Excepto uno: yo mismo. Me arrojé a una calle desde la azotea de un edificio de enorme altura y me hice trizas contra el suelo de forma inequívoca. Ningún infarto interrumpió mi veloz descenso hasta el asfalto. Mi cráneo -lo primero que impactó contra el suelo, porque me di de bruces contra él, de cabeza, con lo que estoy explicando que no me tiré de pies, como podría suponerse- crujió de una manera indescriptible; pero luego se me antojó que el crujido tenía un sonido metálico, tal vez también a vidrio grueso, como el de un jarrón de cristal que se rompe cuando la señora de la limpieza pasa el paño del polvo por una vitrina, sin ver el jarrón, naturalmente. Creo que sí, que el ruido a cristal grueso, roto, es el que más se asemeja a la brutal rotura de mi cráneo, al que siguieron, en la alocada sucesión de sonoros impactos, los del resto de mi esqueleto, por este orden: mi cuello y clavículas, hombros, brazos, muñecas y manos, la totalidad del tórax -cuya sonoridad al quebrarse resultaba cada vez más distante, debido al alejamiento de mis costillas partidas, de mis orejas, o mejor, de lo que había quedado de ellas-.

Posteriormente, se sucedieron las otras sensaciones quebradizas que se fueron trasladando por el resto de mi estructura ósea, de forma tal que, al tórax, siguieron las señales acústicas -algo así como de astillas que se desgajan de un madero- de los huesos de mis caderas, piernas, pantorrillas, talones y finalmente pies, dedos incluidos, los cuales me dieron la impresión de que se habían retorcido sobre sí mismos, para rebotar, en repetidas ocasiones, contra la negrura del asfalto, como consecuencia, empíricamente comprobada, del efecto pelota al que se somete cualquier cuerpo blando que es lanzado, con fuerza innegable, contra una superficie dura.


Una pelota, la mejor prueba

Hagan la prueba con una pelota de frontón y una raqueta, también de frontón-tenis, contra una pared -bueno no necesito repetirlo tantas veces, más que nada por hastío- y sabrán a qué me refiero cuándo recurro a la expresión “empíricamente comprobada”, que he utilizado ahora mismo, pero un poco más arriba de esta media línea.

La única diferencia posible entre la realidad del contacto de mi cráneo con el duro asfalto y el de la pelota contra la pared de frontón-tenis, que antes no quise nombrar varias veces, para no aburrirles con semejante deporte, es que mi cráneo encierra un cerebro, mientras que la pelota de tenis, no contiene ninguno. Hay una segunda diferencia; mejor un matiz: que la raqueta de frontón golpea y hace avanzar la pelota horizontalmente contra el fondo, mientras que un suicida que se arroja desde gran altura, directamente a la calle, sin obstáculo alguno que se le interponga, nunca se desplaza horizontalmente, sino que lo hace, literalmente, de manera vertical. No le empuja ninguna raqueta, sino su propio impulso y, esto sí -ya lo he aclarado con anterioridad- usted puede optar por la alternativa de arrojarse de pie, cosa que no hice, como ya se sabe, o hacerlo con el cráneo por delante, como he narrado.

Sesos

Pero a lo que íbamos. Íbamos por el apartado en el que explicaba que, mientras la pelota de frontón-tenis es una esfera hueca, mi cráneo no era una esfera hueca antes del impacto (aunque lo fuera después) porque al menos, antes, contenía una masa encefálica, que es como hemos dado en llamar a dicho conglomerado de tejido neuronal de forma cursi. Porque en otros tiempos hablábamos de sesos. Y todo el mundo sabía a lo que nos referíamos. Mientras que, ahora, los sesos parecen una palabra maldita que deseamos ennoblecer con el dudoso eufemismo de masa encefálica o, también, cerebro.

Descerebrado

Hoy sé que soy un auténtico descerebrado, pero no sólo porque se me haya vaciado todo el contenido del cráneo, tras el suicidio, sino porque he comprendido, aunque demasiado tarde, que suicidarse no tiene ningún sentido. Tendría sentido si dejaras de pensar. Pero si continuas pensando después de haberte fracturado el cráneo y después de haber perdido los sesos, no tiene lógica alguna que te suicides, porque en realidad, cuando piensas, te sigues devanando los sesos…, que supuestamente perdiste. Y eso es una evidente pérdida de tiempo que, nadie, en su sano juicio, es decir, en sus sanos sesos, debería permitir.

Un seso, pero triturado…

Ahora resulta que soy un seso triturado, encerrado en una vasija de vidrio, que contempla la vida desde la vitrina del laboratorio de anatomía de la Universidad. Y ahora ocurre que, por imprudencia e inmadurez, estoy condenado a conservar, quizás por toda la eternidad, la facultad sensitiva del alma, de la mía, porque mi posición en la vitrina del laboratorio de la facultad de Medicina no parece correr peligro. Y hasta diríase que se halla asegurada contra cualquier recaída, a menos que la mano inexperta de una señora de la limpieza golpee con una gamuza, naturalmente, la vasija de cristal en que se depositan mis sesos.

En mi estado actual, contemplar el mundo detrás de una frágil pared de cristal resulta tranquilizador, pero aburrido, si bien presenta la ventaja de que me ahorro las gafas que se posaban sobre mis ojos en vida y cuyo destino final ignoro. Imagino que no se rompieron al arrojarme al vacío, porque la montura era de titanio. Y el titanio lo resiste todo. Es lo que me han dicho.


Otra vez la señora de la limpieza

Claro que el cristal de la vasija podría quebrarse si la mujer de la limpieza le da al plumero sin fijarse. Entonces habría perdido las gafas, la visión y los sesos, definitivamente esparcidos por el suelo del laboratorio.

Como expliqué antes, aunque preciso ahora, mis huesos se diseminaron por un amplio radio de calzada, y aún de aceras y jardines que limitaban la calzada propiamente dicha. Sin embargo, mis sesos fueron cuidadosamente recogidos por un pequeño, pero muy experimentado grupo de recolectores de sesos, para ser destinados a su análisis y estudio en los laboratorios de investigación de una universidad apreciada.

Debo reconocer que efectuaron un excelente trabajo, ya que agruparon delicadamente cada una de las circunvoluciones de mi masa encefálica, recomponiéndola hemisferio por hemisferio, de tal manera que mi cerebro puede ser visto, en la actualidad, perfectamente dividido en dos, por la ranura central que separa los dos hemisferios del cerebro de cualquier miembro de la especie humana.

Preguntas sin respuestas

Al lado de la vasija que me contiene, cual si de un útero materno se tratara, en la primera repisa de la vitrina del laboratorio, coexiste conmigo una pequeña pelota de goma, de frontenis. Ella carece de ranura central y de hemisferios. Y únicamente ofrece al espectador una costura de hilo trillado por los golpes recibidos durante su, sin duda, agitada vida deportiva. Los especialistas en análisis de cerebros no han sabido explicarme, sin embargo, qué pinta una pelota de frontenis, recuperada del jardín de una cancha deportiva, junto a los sesos minuciosamente reunidos de un suicida que se arrojó desde un montón de metros de altura y se estrelló de cabeza contra el suelo, esparciendo los consabidos en derredor, en un radio de acción considerable. Pero hay veces en que uno no debe insistir en formular preguntas que sabemos de antemano que no tienen respuesta, motivo por el cual vengo absteniéndome, de un tiempo a esta parte, de hacer preguntas a los sabios que me contemplan cada día en la vitrina. Y de quienes digo que, sin duda, son sabios, pues piensan, es decir, usan la cabeza para lo que ha sido pensada y no como yo, que sigo pensando, porque no puedo detener mis pensamientos, pero podría estar como ellos, como los sabios, es decir, embutido en mi cuerpo, en lugar de en una vasija cristalina, dentro de la que estoy expuesto a la curiosidad de las gentes de ciencia.

Una completa estupidez

Considero que arrojarme al vacío fue una completa estupidez, por lo que recomiendo a la gente que no se exponga a la prueba de saber si morirá de un infarto fulminante mientras cae de una azotea, o, por el contrario, le acontecerá lo que a mí. Repito que no tiene lógica abandonar el cuerpo si los sesos siguen pensando después de haberlo abandonado. De manera que resulta bastante más recomendable seguir pensando dentro del cuerpo, que fuera de él.

Aunque también recomiendo que, entre pensamiento y pensamiento, todo el mundo que piensa, se tome un descanso.

Una buena manera de hacer descansar el pensamiento, siquiera por unos momentos, podría consistir en jugar al frontenis, con una esfera redonda carente de cerebro, a la que podremos golpear repetidamente contra la pared, valiéndonos para ello de una raqueta fuertemente asida a una de nuestras dos manos y, en las ocasiones en que haya que dar a la pelota un mayor impulso, con las dos.
Pero como ven, en mi caso no es posible, pues sigo pensando otra vez…Y, además, encerrado en este bote de cristal, carezco de manos para coger una raqueta. Aunque es bien cierto que dispongo de una pelota muy cerca de mí. Una pelota de frontenis, hueca, vacía, carente de sesos y que no piensa.

Y por esto, porque no piensa, jamás se suicidará.