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Hace la friolera de setenta y tres años acabó la Guerra Civil con el célebre parte -“cautivo y desarmado el ejército rojo…”- que, como el Padrenuestro, figuraba en los libros escolares. Desde mi llegada a Tenerife me contaron, con disputada autoría, “los dos errores históricos: no dejar entrar a Nelson y permitir la salida de Franco”, un sarcasmo de raíz progresista y una leve venganza de la disidencia admitida por la derecha inteligente, dicha, eso sí, con la boca chica por si las moscas. En fechas señaladas, recibo en mi correo reacciones sobre el incierto destino del Valle de los Caídos; salvo epítetos gratuitos, las coincidencias y disidencias son respetuosas y, en su mayoría, firmadas. En una de ellas, un viejo amigo, con el que elegante y cortésmente discrepo, insiste en el carácter religioso del recinto, que, desde mi postura, entiendo como la coartada de los promotores para asegurar la perennidad de una obra colosal y de interesada motivación; añade este comunicante, militar en la reserva, una pregunta que no se puede responder o, al menos, yo no tengo la respuesta: “¿Alguien puede decir que Franco pidió ser enterrado en Cuelgamuros?” Otro comunicante, gallardamente identificado, critica sin ambages que yo, “y otros como yo”, queramos “tratar al caudillo como un muerto cualquiera”. Además de la indudable igualdad de la muerte, el general que se levantó contra la república preparó y aceptó un digno espacio de sepultura en el cementerio del municipio de El Pardo, en la cripta de la capilla del camposanto, donde ya reposa la que fuera su esposa, la señora de Meirás. En fin, en ningún caso los restos del dictador serían olvidados, vejados o profanados como los de los miles de compatriotas víctimas de su represión. El general, que ganó su fama en las campañas africanas, tiene lugar y memoria en el Museo del Ejército, abierto en Toledo, sin que hasta ahora sus detractores cuestionen ese derecho; y sus despojos, si sus familiares y nostálgicos de sus ideas y métodos entran en razón, reposarían en un lugar digno y exclusivo, inasequible desde todo punto para un “muerto cualquiera”.

Además, Franco Bahamonte fue víctima de los males de su edad y no un caído de la locura cainita que provocó, junto a poderosos sectores civiles, hace ahora setenta y cinco años. El dictamen de la comisión que estudió el futuro del monumento -que reiteramos debe ser conservado como testimonio didáctico de una barbarie que no debemos olvidar- no puede actuar con la limitación que implica su “carácter de lugar sagrado”, que califica de modo espurio una obra política, un pretexto que no sirve a la historia conocida ni a la piedad, que es el fin supremo de todos los credos.