Durante el franquismo, fue un anónimo funcionario, apasionado jugador de tenis de mesa. Colgaba un diploma de un concurso de ping-pong en la pared de su oficina. Pero jamás escribió una línea, apuntó una idea o tuvo algún protagonismo. Probablemente jamás creyó que lo tendría… Hasta que la muerte de su tío -un señor con el que tuvo poco trato- lo convirtió en principal accionista y le descubrió un poder que usó primero para apartar al resto de su familia, y luego para sacar del periódico al resto de sus propietarios. En esa tarea demostró cierta habilidad, y a principios de los ochenta, con el diario ya enteramente en sus manos, quiso más: primero destituyó a Salcedo, que en veinte años había convertido su periódico en el gran periódico de Tenerife. Desde entonces, su afán de notoriedad lo llevó a coleccionar placas, diplomas y honores, solicitados cada vez con más arrojo y exigencia. Pidió poner su nombre a una calle, y fue declarado todo lo declarable e insigne por los municipios áticos y las instituciones de la isla. Y se lo creyó. Soñó incluso con el Premio Canarias, él, un personaje encerrado con el juguete roto de su odio infantil a Gran Canaria. En esa época, vivía sólo para ser portavoz y capitán de un Tenerife que no existe ni ha existido nunca más allá de su imaginación.
El Tenerife de los aplausos, la isla oficial, la única que conoce, y con la que jugó durante años un extraño juego del ratón y el gato en el que siempre se salía con la suya. Hasta que descubrió en un libro prestado el almendro de Estévanez y de ahí saltó sin red sobre Secundino: fue hace seis años, cuando empezó a tratar más a Cubillo. Antes, no hubo ni una sola línea en sus encíclicas dominicales sobre su ahora soñada Patria Canaria sin Gran Canaria. Pero sí la xenofobia, la reivindicación de la sangre y el populismo de barriada, adobado con un estilo ágrafo, decadente, histriónico y faltón, que le descubre como prócer de esa independencia que reclama al Estado como quien exige otra metopa para colgar en su despacho. Lo hace desde el único espacio donde aún reina, esas primeras hechas de insultos coloreados, que lo han convertido en fijo en los tribunales. La última es su monumental enfado porque lo dejaron fuera de la concesión de licencias de radio. Fue un error cerrarle la radio, un castigo del Gobierno que pagaron sus empleados. A otros muchos les pasó lo mismo, pero no eligieron el recurso al delirio. Pero es que él no lo ha asumido aún. Porque jamás antes -en Tenerife- nadie le había negado ninguno de sus ridículos caprichos.