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Huelga tras la reforma > Salvador García Llanos

Son llamativos los esfuerzos gubernamentales y de los actores empresariales para desvirtuar la convocatoria de la próxima huelga general, algunos de ellos en forma de mensajes bastante simplistas que, en el fondo, pretenden alejar o desviar la atención del hecho principal que sustancia la convocatoria, esto es, la reforma laboral que tantas sonrisas de satisfacción generó en algunos a las que hubo que añadir, por cierto, frivolidades como las de aceptar ofertas en Laponia.

Como si fuera el primer paro de este tipo en la historia de la democracia. Como si los anteriores presidentes no hubieran tenido que soportarlas. Como si no se le hubiera escapado a Rajoy la frase del costo en uno de los foros a los que asistía, en una de las más claras expresiones de visión política que se le recuerdan, antes y después de ser presidente.

La huelga no tiene marcha atrás y cabe presumir que los esfuerzos aludidos se van a redoblar con tal de desmotivarla y minimizarla hasta intentar hacerla fracasar. No ha querido el Gobierno negociar nada, amparándose en la firmeza y en el apoyo parlamentario interesado de su iniciativa en este terreno y haciendo caso omiso de algunas señales que emitieron las centrales sindicales que, en la fase de preparativos, se empeñaron en huir de posiciones radicales y trataron de revisar algunos contenidos. No le importa al ejecutivo correr los riesgos de una percepción de prepotencia o soberbia política -cada vez más creciente, por cierto, no solo por este hecho- ni siquiera por el reconocimiento público de algunos de sus miembros en el sentido de que la reforma generará más desempleo, con tal de afrontar uno de los más duros ajustes que ha de operar en el actual marco de contracción económica.

Así, el Gobierno resiste hasta las advertencias de inconstitucionalidad que han llegado desde muy distintas procedencias, no solo las políticas. El período de prueba obligatorio de un año de duración para los denominados contratos de apoyo y la fijación de las condiciones de trabajo, con prohibición de una regulación determinada de las mismas mediante convenios colectivos, son factores que presuntamente vulneran fundamentos constitucionales. Si en el primero de los casos se facilita al empresario, por propia voluntad y sin causa justificativa, despedir al trabajador en cualquier momento, quebrando los principios del período de prueba que debe tener distinta duración, según la cualificación de los empleados; y en el segundo, dejar en manos exclusivas del empresario el cumplimiento del contrato, pudiendo alterar unilateralmente el horario, las funciones e incluso el salario, se pone de relieve qué es lo que prepondera en esta reforma así como la fragilidad y la indefensión -por no hablar del temor implícito, fácilmente deducible- de quienes tengan el supuesto privilegio de acceder a una plaza de trabajo.

Dirán que la huelga no arregla nada -lo dicen para desanimar, está claro- y tratarán de echar el resto sobre los evidentes afanes de desprestigio de los sindicatos, pero los trabajadores y desempleados deben ser conscientes de cuáles son los recursos y quiénes son sus últimos defensores en este cada vez más poblado solar de penurias y tribulaciones. La reforma, salvo que se demuestre lo contrario, las acentúa.