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Iñaki Urdagarin > Luis Ortega

Asistimos a una maratónica sesión de preguntas y exculpaciones propias de cualquier imputado astuto o bien asesorado. Don Ignacio o el señor Urdangarin -tal y como lo llamó reiteradamente el juez Castro, incómodo instructor que descubrió el pastel- dejó las cosas, no lo duden, tal y como estaban. El declarante, ese es su gran mérito, acusó a su antiguo socio y amigo (aquel que convirtió a un deportista de élite y, sobre todo, yerno real, sin conocidas inquietudes intelectuales ni méritos estudiantiles en los primeros niveles que cursó en un flamante licenciado en económicas y administración de empresas, vía máster, y en un empresario de éxito). Con todos esos antecedentes, el imputado se desvinculó de la gestión y de las sombras que rodean la fundación, sin ánimo de lucro, que presidió, y eximió a su esposa, la infanta, de toda responsabilidad. En el dilatado sainete se habló -y ahí nos acercamos a la náusea- de una organización de ayuda a niños impedidos y enfermos de cáncer que, algunos, la califican como una vía para desviar hacia paraísos fiscales ganancias de las que nada sabía. Nada de lo que se haga o se diga a partir de ahora, cambiará el curso de un río que tiene su extraña inercia y su curso previsto, fiado a la proverbial desmemoria nacional. La actualidad española es tan turbia y antiestética que confirmamos las páginas más negras del pasado y dejamos una carga sórdida y maloliente a los historiadores de futuro. Hace un par de semanas, cuatro periodistas, a requerimiento de El Mundo, ejercieron el papel de comentaristas y se consolidaron como profetas, cada cual a su estilo y manera; Carmen Rigalt, por ejemplo, habló de los delirios de grandeza, siempre arriesgados y peligrosísimos cuando la ascensión es vertiginosa y se ampara en méritos circunstanciales; el tenaz y monárquico sui generis Peñafiel que, palo y zanahoria, habla de “las cosas del querer”, tan sencilla, caprichosas y poderosas; la vetada Pilar Eyre -desde la publicación de su libro La soledad de la reina- habla de “una familia destrozada”, una más, bajo la piqueta del dinero y la ambición, que no hay mejores instrumentos de demolición; y, por último, nuestro viejo amigo, José García Abad, que concentra este problema de euros y vísceras en “la corrupción que abrasa” todo lo que toca. Cuando se espera lo previsto -unas responsabilidades acotadas, unas acusaciones sin soporte documental, la prescripción a la que se acogen tantos y tantos imputados (ahí está la última de Il Cavaliere Berlusconi) echamos de menos un golpe sobre la mesa, un gesto de nobleza y un epílogo de honor, palabra invocada con saciedad en un fin de semana memorable y en las secuelas que, una semana después, aumentan como los hongos tras las primeras.