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La calle > Rafael Alonso Solís

Sostenía hace poco Chano Domínguez, uno de los más singulares fusionadores de sonidos calientes que ha dado Cádiz, que el maridaje entre el jazz y el flamenco viene de la calle. En la calle resuenan las coplas de ciego, se mezclan los oficios, se funden las respiraciones y se van acostumbrando los cuerpos a exudar fluidos en compañía. Es ahí donde los quejíos y las fatigas de acentos diferentes acaban sonando como parientes, y se te meten juntos por los encajes de las heridas para ahondarlas, para curarlas o para mantenerlas en reposo, para alimentar su recuerdo o para mitigar el dolor que las produjo. La calle, al fin y al cabo, es el patio común, la morada global de Monipodio, el coso místico y la pradera de San Isidro de la humanidad, donde la pluralidad de los colores inspira tanto el debate como la canción, donde se expresan a un tiempo la risa, el grito y la rabia, y donde el ejercicio de la libertad dibuja una puesta en escena tan rica en vestuario como infinita y complementaria en la expresión de los caretos. A la calle se sale cuando llega la hora, como decían los versos, y no cuando lo ordenan el cura o el alcalde, y se hace moviendo las caderas con los ritmos del Caribe o al compás de los sones de madrugada, arrancados a jirones del aire de las marismas. A la calle se sale porque es de todos, aunque siempre haya alguien que pretenda apropiársela porque sí, y decidir cuándo y cómo, con qué compañías y con qué intenciones. Repetir que la calle se ve de distinta manera desde el balcón de los consistorios que desde el centro del volcán parece ya una reiteración aburrida. A la calle se sale con quien se quiere, y tan respetable es callejear en medio de las procesiones asotanadas, al ritmo tétrico de los capirotes, con el traje talar como vestimenta mayoritaria y el zumbido de fondo del rosario en familia, que hacerlo con los desclasados, las meretrices, los indignados o los bujarrones. Frente a la calle del futuro, esa calle de diseño ultramontano y silencio de cementerio, con el personal encerrado en casa por miedo a los zombies en busca de alimento y las direcciones controladas por la normativa, hay que echarse a ella y pintar la mona todos los días, ponerse en las esquinas a matar la araña, mover el culo y sacar pecho, que no pasa nada, y si pasa lo arreglamos entre todos. Hay que llenar la calle mayor de cada ciudad y cada pueblo, porque, como decía una inmortal estrofa de Lone Star a finales de los sesenta, aunque en la calle del barrio solo haya “un oscuro bar con húmedas paredes”, puede que alguna vez nos cambie la suerte y la llenemos de peces de colores, aroma de fiesta y música de organillos.