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Lenguaje sexista > Domingo-Luis Hernández

Era inevitable, entre otras cosas porque las más de las veces me paso al contradecirla. Luego, terminaríamos discutiendo no de cualquier manera sino de manera acalorada. Y como se repetían noticias en la prensa sobre el asunto en cuestión, ahí nos íbamos a encontrar: el lenguaje es sexista.

La acusé de que ella y las que la acompañaban en ese menester o eran incautas o sectarias o ignorantes por más que hubieran estudiado Filología. “Vamos a ver”, le dije, “¿qué demonios tiene que ver el género gramatical con el género sexual?”. Y ella me repitió que mi supuesta intelectualidad era una excusa, que si me atreviera a oír acaso comprendería. “Pongamos”, sentencié, “que en efecto las disposiciones sexistas de esta sociedad se repiten, pero ¿eso qué tiene que ver con la lengua?”.

El feminismo que ella practica es exterminador y ante eso has de protegerte bien. Porque o no estarán dispuestas a entender, o pasarán por alto detalles sustanciales o se escudarán en que, si hay excepciones, confirmarían la regla. En todo caso, asuntos de machos que las mujeres no hemos decidido, dijo. Y yo aclaré que la p… de los hombres es femenino y el c… de las mujeres masculino. ¿Qué ocurre? “Subterfugios”, sentenció. A lo que yo le dije: “Vale. Es menester ser cuidadosos con el uso del lenguaje. Pero de ahí a que le declaremos la guerra a Irán por algunos deslices va un trecho”.

Estábamos en los postres y todo lo anotado salió a relucir porque uno de los invitados hizo alusión a sus atributos masculinos para subrayar la contundencia con que resolvió un enredo. Mi amiga perdió la risa y hasta el gusto por la moca, y lo sancionó. Yo la animé. Sumémonos a la diferencia. Cada cosa en su lugar, cada palabra en la suya. Afirmé y lo sostengo que me parecía bien aludir a las partes femeninas donde cupieran, incluso que sustituyeran a las masculinas. Puse un ejemplo de otra amiga, del día en que corrigió los “Huevos de Oro” del cretino columnista de turno por sus “Ovarios de Platino”. Fantástico, comenté. Los hombres hemos de contribuir a ese rectificado, porque así nuestra entidad será reconocible y certera, igual que la identidad de mujer será reconocible y certera. Ahí debemos de dar el callo, por nuestro bien y por el bien de toda la humanidad.

No encajó el comentario porque lo supuso irónico y para ella la ironía no es ni un mérito ni un género literario. Tenía razón en el fondo, he de reconocerlo, aunque no tanto como creía. Los c… son una vulgaridad cuando se nombran más de lo debido. Punto al punto. Por eso, y a tenor de lo dicho, cabe algún sarcasmo por si acaso, para no enredar el mundo más de lo debido, ni asumir que por un desliz de la costumbre (así hemos hablado, coño, y pasará algún tiempo hasta que nos olvidemos) es menester amurallar los campos como en la frontera de Ceuta y Melilla.

No era cierto del todo, pues, lo del sarcasmo. Ahora bien, que a una banalidad le suceda otra banalidad en un fiesta de amigos puede ser el comienzo de un nuevo idioma y a cierta edad no estamos ya para aprender más idiomas. De manera que quería defender mi más sincero acuerdo con la lucha por abolir las discriminaciones, eso de amo se impone a esclavo en todos sus extremos (desde el caciquismo a las relaciones de dueño poderoso frente a mujer). ¿Uso sexista de la lengua? En muchos casos sí. ¿Corregirlo? Sin duda. Pero, repito, otra cosa es confundir gramática con queso tierno.

Siempre detrás de un intelectual de pacotilla, respondió, se oculta un machista cabal. Vale, me defendí; pero no te confundas: machista leninista. Y no me enfrenté a ella como feminista stalinista porque me hubiera dado cachetones. Así es que…
Dijo un exabrupto y apuró el café.

Para mi explicación faltaba un modelo y lo encontré. Los niños jugaban a nuestro alrededor. Una chica cantaba la canción del elefante. Los recriminé, les dije que bastaba ya de cargas y miserias de machos, que la educación era un punto y que debían aprender, por la regeneración de sus almas. Que esa canción no podían cantarla así. Verán, este es el modo: “un/una elefante/elefanta se columpiaba (el/ella) en el/la nido/nida de una/un araño/araña. Y como veía (él/ella) que no se caía (él/ella) llamaron (ellos/ellas) a otro/otra elefante/elefanta”, etc. Los/las niños/niñas me miraron sorprendidos/sorprendidas. Bien, confirmé: educación y respeto; ¡a jugar!La versión del elefante que yo les había dictado sonó de inmediato. A los niños/niñas les divertía muchísimo más mi traducción que la que ellos/ellas aprendieron.

Visto lo visto, mi amiga se acercó y me dijo, con cierto desprecio: “¡vete a la mierda, simpático!”

Y nos fuimos; ella a jugar al pinpón (menos mal) y yo a tomarme otro vaso de vino. ¿Qué podía hacer en semejante circunstancia? Me lo había ganado. De mi hiperbólica temeridad no me libraría ni siquiera el hecho de presentarle la Biblia corregida en las partes correspondientes con la igualitaria @.

No hablamos más en toda la tarde y, créanme, eso me entristeció.