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No quiero darle la razón a Oscar Wilde, que argumentaba que el primer paso de una nación hacia el progreso era el descontento. Está claro que la meta a conseguir en los momentos actuales debe ser la de encontrar nuevamente el sendero de desarrollo de la actividad productiva compatible con el equilibrio de los precios y el descenso inmediato de la tasa de paro, pero las masivas desregulaciones pueden, a corto plazo, generar cierta mejoría en las magnitudes sobre las que intenta influir, aunque a medio y largo plazo alterarán sobremanera las reglas del juego, ocasionando mayores perjuicios que los beneficios pretendidos. A este respecto, sería conveniente que alguien pensara y reflexionara, lejos de los efectos paranoicos que genera la crisis económica, sobre el modelo social que desearíamos tener. Por ejemplo, hay algunos en que el individualismo lo es todo. En dichos sistemas, el éxito está reservado para los más fuertes o los que mejor se adaptan. Los débiles vivirán al margen. En este sentido, la dualización social no exige soluciones colectivas. Será el Estado el que gestione la conflictividad que surge de dicha estructura social porque la cohesión no es una prioridad. Existen otros modelos donde el corporativismo y la jerarquía se muestran como la expresión sistémica de la sociedad, que se construye sobre los procesos de coordinación de las diferentes fuerzas que coexisten en el mercado. En tercer lugar, aparece la estructura social de tradición europea, fundamentada en el compromiso, en la solidaridad colectiva y en la intervención del Estado como garante de la cohesión social, de tal forma que cumple con determinadas funciones socioeconómicas. Teniendo en cuenta que dichos modelos ya existen y coexisten y teniendo en cuenta que se conocen cuáles son los efectos económicos y sociales de su puesta en marcha, en la actualidad la Comisión Europea intenta difundir unos objetivos basados en la reducción del gasto público, la flexibilización del mercado de trabajo y el desmantelamiento progresivo de la provisión de determinados bienes y servicios públicos.

Es decir, el vínculo social debe someterse a la competencia de los mercados debido a que, se supone, éstos favorecerán de manera natural la armonización social a través de la redistribución. Pero ya sabemos que no va a ser así. La consecuencia inmediata del incremento de la flexibilidad y de los procesos de desregulación es la inseguridad y el fomento de las desigualdades en forma de oportunidad que, lejos de corregirse, se acrecientan. Si hay algo que no puede ser asumido por la sociedad, esto es intentar añadir valor a la producción desvalorizando a la clase trabajadora. Los salarios no pueden ser meras variables de ajustes de la competencia, basando esta afirmación bajo el prisma de la identificación social con lo que se produce y se genera, tanto desde la perspectiva tangible como intangible. Una eficaz forma de socializar las pérdidas se hará sobre la base de la participación en el poder. No se puede dejar al margen de determinadas decisiones a la parte de la sociedad que más asume el coste. Europa necesita repensar su destino. Mientras que en la Estrategia Europa 2020 se plantea como simbolismo un crecimiento inteligente, sostenible e integrador, en lo material se apuesta por el retroceso en lo que al equilibrio de derechos y obligaciones se refiere. Las decisiones deben ser creíble y socialmente compartidas porque, si todas las ruedas no giran en el mismo sentido, el vehículo no avanza, sólo gira. Y eso marea.

José Miguel González Hernández es Director del Gabinete Técnico de CC.OO. en Canarias