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Pedro Rodríguez > Luis Ortega

No sé, decía en reciente esquina, de qué materia están hechos los toreros, que tienen el riesgo como oficio y la gloria y la muerte en constante cercanía. Comprendo, eso sí, la débil constitución de los mortales, cuerpos frágiles, expuestos a los azares y vulnerables al tiempo y la memoria; o sea, a la capacidad inmensa e inevitable para la alegría y el dolor. Ahí está, optimista y rebelde, valiente y políticamente incorrecto, Pedro Rodríguez Cruz, amigo del alma desde siempre, compañero en el instituto y en aquel teatro independiente que ilustró nuestros ocios, actor divertido y aparatoso que anotó su nombre y físico agraciado en el recuerdo de cuantos lo conocimos y, por ende, lo queremos. Con sus hermanos, con Quino y Rosarito, lloro su marcha; con su mujer y sus hijos comparto la presencia constante de su personalidad notable, de su generosidad probada y de la hombría sin presunción, que es virtud en desuso; con Loló y Jorge maldigo la fugacidad que nos señala y el tránsito injusto de los buenos y los mejores, quienes nos ayudan a marchar con sano rumbo. La vida breve, como dijo Zorba -o sea, Kazantzakis- “es un suspiro y dura lo que éste; empieza triste y acaba alegre o viceversa”. Cumplo un rito aprendido en las costumbres y paredes de mi casa; la vela encendida, que miro con pena propia -porque el querido ausente, por justicia divina, razón o misterio, ya superó todas nuestras limitaciones- y veo en la pared, medio en penumbra, las siluetas del pañero que convenció a Maese Patelin de la calidad de su género, al secretario que secunda las trapacerías del corregidor o al inolvidable chico de los Winslow, la comedia de Terence Rattigan, que bordó en una Fiesta del Libro, en el año del Mayo Francés. Y lo veo también, injustamente tratado por un profesor desviolinado y al frente de la primera manifestación estudiantil que recuerda La Palma del franquismo. El secreto de la libertad está en decir que no y él lo entendió, y lo enseñó, pronto. Metido en astilleros, para reparar las cuadernas que se resienten con lo vivido, perdona mi flaqueza en esta hora y no descanses de cuanto bueno hiciste, con tus coetáneos y con tus clientes; no pares, querido Pedro, porque tal y como eres, te necesitamos los amigos que te esperan a donde vas y los que nos quedamos aquí, tragando en seco y llorando por los rincones, aunque en nuestra educación de supervivencia nos engañaron y a los hombres -aunque fueran niños- nos prohibieron y afearon las lágrimas. Que Dios te bendiga y ponga esperanza y contento en este trago amargo.