Ha muerto don Felipe, el obispo. Y se ha muerto cantando. Me cuenta Marcos, uno de los jóvenes que lo cuidó en sus últimos momentos, que cuando ya no podía hablar, cuando su cuerpo le traicionaba dejándole las palabras a medio camino, aún entonces Felipe cantaba. “Le gustaba escuchar un canción que hablaba de una fuente, y otra sobre una vid, y marcaba sus melodías con el pie y hasta tarareaba su letra”, recuerda con entrañable ternura.
Se ha muerto Felipe soñando con una fuente que mana y corre, con ese mismo manantial de agua viva que le acunaba sereno y que calmó su sed en los días y en las noches de su largo peregrinar. Y se ha muerto Felipe enredado en los brotes de una vid verdadera, la que le dio cobijo y le sirvió de alimento en su caminar.
Así ha muerto el obispo, como vivió: creyendo, esperando, amando y con la mirada puesta en su Señor. Así fueron siempre sus días. Sucede que, embarcado en tantas decisiones del momento, teniendo que atender a tantas urgencias y que lidiar con los intereses de tantos, muchos no se dieron cuenta de eso y le juzgaron como se juzga a un gestor. Pero él era otra cosa: yo aprendí a leer entre las líneas de su vida que su única añoranza era Dios, el único por el que suspiraba y la única razón por la que se ponía en marcha cada jornada y cerraba los ojos en paz al acabar el día. Nunca le vi buscar otra cosa, jamás le vi emocionarse realmente por otra verdad que no fuera su Señor. Aquel caminar seguro, aquellas manos enormes que parecía que lo abarcaban todo y que finalmente he acariciado cuando se asemejaban ya a una caricatura de sí mismas, aquella manera de confiar en el mañana contra toda esperanza, de vivir sin apegos y sin otras fidelidades… ahora se que todo eso no era más que la forma de respirar de quien solo entiende su vida como una larga conversación con Dios, como un atardecer cálido e inagotable en el que las palabras no son necesarias. No hacen falta las palabras entre los verdaderos amigos. Descansa en paz, viejo roble, hermoso árbol largo tiempo herido y nunca finalmente derribado. Duerme tranquilo, primavera, abre los ojos y deja de soñar, que para ti ya se ha rasgado el velo del tiempo, esa traicionera cortina que intenta convencernos de que no vale la pena seguir esperando. Para ti, pastor fiel, se han acabado las esperas y tu presente y tu parasiempre es ya Cristo recién amanecido.
Descansa en paz, amigo. No eres ni el mejor obispo que conozco ni la más perfecta de las personas con las que convivido. Pero a mí -y a muchos miles- me pareciste un icono imperfecto pero rotundamente veraz de lo que realmente significa vivir para Dios. De lo que supone buscar la paz y correr tras ella. Por eso no nos asusta ahora tu cuerpo triturado por un dolor cruel y áspero, que jugó contigo a parecer eterno. No nos engañan esas cuencas apagadas, que roban el espacio a tus ojos. “Voy a ver a Dios”, me dijiste mil veces que te emocionaba esa frase del santo Hermano Pedro. Y al fin se ha cumplido tu sueño, ésa es nuestra esperanza. No nos quejaremos, porque no eras nuestro. Sólo nos cabe darle gracias a Dios por haberte prestado a nosotros. Da igual si la historia te hace justicia o no. Si te hablaron a la cara o te dijeron por detrás. A estas alturas, eso resulta ridículo. Lo único importante es que amaste tanto que ahora puedes estar tranquilo. No temas, hermano, eras un hombre bueno. Ruega por nosotros.