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La excursión > Jorge Bethencourt

Las del alba serían cuando el guiri que tenía invitado en mi casa me avisó de que era hora de empezar la excursión. Le había prometido una caminata por el barranco de Güímar. Maldita sea mi estampa. Esas cosas que dices sin acordarte de que tus legañas y tú odian levantarse temprano y odian caminar. Pero nada. Mochila al hombro y a la calle. Con mi inglés de garrafón le iba explicando las salvajes bellezas del valle sagrado y las leyendas de los aborígenes. Y el sol, que se elevaba majestuoso sobre el horizonte, empezaba a alumbrar un día maravilloso. Cuando empezamos a atravesar una selva de colchones, neveras destrozadas, cascotes, botellas de plástico, televisores en blanco y negro y todo tipo de restos domésticos abandonados por las veredas, mi escaso dominio de la lengua de la perdida Albión empezó a hacer aguas. No sé cómo se dice hediondos en inglés. Después avanzamos entre agujeros de extracción de áridos, maquinarias abandonadas, oxidadas y rotas, como un museo del horror industrial. Un sendero turístico con carteles rotos, apaleados por algún salvaje. Bolsas de plásticos y restos de carritos de supermercado. Esqueletos de coches supervivientes de un holocausto desconocido que alguien, no me explico de qué forma, había llevado a lugares inverosímiles. Viejas paredes de bloques que en su día estuvieron pintadas y ahora apenas se mantenían en pie. Cuando llegamos a los altos de las laderas de Güímar la sensación que me invadía era la de haber paseado al amigo extranjero por un gigantesco vertedero al aire libre. Así está mi valle. Cuando mis abuelos malvivían en un pueblo sin desarrollo, las casas estaban encaladas y pintadas, las huertas tenían muros simétricos de piedra, los canteros estaban ordenados y los caminos y veredas de los barrancos estaban circundados de vegetación. Hoy que tenemos cientos de funcionarios y normas ambientales y discursos ecológicos para aburrir a un santo, todo tiene el aspecto de ser un basurero La gente -o sea nosotros- somos responsables de haber convertido en un goro de cochinos el lugar en el que vivimos. Y justificamos que esos inútiles de la administración pública hayan llegado a la convicción antitética de que la única manera de conservar la belleza de nuestros paisajes consiste en no permitir que disfrutemos de ellos. Porque los emporcamos. Volví de la excursión en silencioso bochorno. En la pared de mi casa, fotos en blanco y negro se reían del presente mostrando paisajes de un valle de gente pobre y limpia. Qué mierda de presente.

Twitter@JLBethencourt