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La última bala de un club irredento > Luis Padilla

El irredento Tenerife. La expresión pertenece al maestro Salvador García y, aunque la pronunció hace ya más de tres décadas, no ha perdido vigencia. Durante todos estos años, el Tenerife, el irredento Tenerife, ha encontrado algunas veces la gloria, pero casi nunca la paz. Y así sobrevive, con la sensación de haber sido condenado eternamente por el destino y sin terminar de pagar por unos pecados que nadie sabe cuándo cometió… pero que debieron ser muy graves, pues no existe redención.

LA FRACTURA. El Tenerife encontró la gloria en la década de los noventa. De la mano de Javier Pérez (y de muchos otros), abandonó las catacumbas, ascendió a Primera División y viajó por Europa. Y convirtió a casi toda una Isla a la fe blanquiazul. Algunos, es cierto, adoptaron la nueva religión por moda o conveniencia, pero la mayoría abrazó la doctrina birria para siempre. Eso sí, por el camino quedaron varios cadáveres de protagonistas del éxito que no tuvieron su justo reconocimiento y que llegaron a ser tratados como enemigos del club. A partir de ahí nacieron las críticas (en ambas direcciones). Y se generaron las discrepancias. Y surgió el resentimiento. Y se creó una división. Y se abrieron heridas que aún supuran porque rara vez se intentaron cerrar y porque, cuando hubo buena intención, faltó paciencia para que cicatrizaran. Y como sobraron afrentas, agravios y traiciones, pero también malentendidos, esta fractura entre dos bandos casi irreconciliables se convirtió con el tiempo en un todos contra todos.

EL PRESENTE. A punto de cumplir un siglo de vida, el irredento Tenerife afronta uno de los períodos más tristes de su existencia, apoyado sólo en la conmovedora fidelidad de su masa social. Porque detrás de sus diez mil abonados no hay (casi) nada: ni dirigentes solventes, ni un director deportivo competente, ni futbolistas mínimamente comprometidos. Sí hay un consuelo: para disparar la última bala que queda en la recámara han elegido a un técnico capaz. Eso sí, para no perder la secular costumbre que tiene la entidad con la gente de la tierra, a Quique Medina le han dado los mandos de la nave en medio de la tormenta. Nada nuevo para él: siendo poco más que un niño lo hicieron debutar cuando el barco amenazaba con irse a pique. No se escondió. Y con el tiempo participó activamente en dos ascensos. El último, a Primera División, lo vivió en el Benito Villamarín, con el pómulo roto (triple fractura del malar), el rostro desfigurado y sin visión en un ojo. Pero permaneció de pie. Ahora, seguro, también va a dar la cara.

PD: mientras el club se desangra en espera de su enésima resurrección, los diez mil fieles que aún acuden al Heliodoro podrían usar una canción de los seguidores más irreductibles de los equipos argentinos para adaptarla a la realidad insular: “A pesar de los años / y los disgustos sufridos / sigo estando a tu lado / Tenerife querido”.