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Los Matamoros, una leyenda tradicional de Fuencaliente

Vista de Fuencaliente a principios del siglo XX. / ARCHIVO DEL AUTOR DEL TEXTO

MANUEL POGGIO CAPOTE * | Santa Cruz de Tenerife

Dentro del universo de la literatura oral, sin duda, uno de sus géneros más arraigados es el leyendístico. A grandes rasgos, una leyenda es una narración en la que se presenta una historia vinculada a un entorno preciso y un tiempo indeterminado y cuyo argumento es considerado como verídico. Normalmente, estos relatos se encuentran trufados de elementos fantásticos e, incluso, con frecuencia, estos ingredientes tocan lo sobrenatural.

En Canarias las expresiones de este tipo disponen de una amplia difusión; baste señalar, en este sentido, los relatos procedentes de la mitología indígena así como otros tenidos por posteriores, como la Luz de Mafasca o la isla de San Borondón. Por su parte, en La Palma, desde el siglo XIX, ha quedado fijado un conjunto de leyendas de distinta índole como las luces de El Time, el salto del enamorado, la pared de Roberto, los dos brezos o el alma de Tacande, que conforman una porción muy sustanciosa del imaginario colectivo de la isla. Junto a esta casi media docena de narraciones conviven, además, otras “historias” que no tuvieron la fortuna de ser enaltecidas por aquel romanticismo tardío desarrollado en la geografía palmera pero que, de igual modo, han fecundado la memoria insular con sugerentes ficciones.

Entre estos relatos que han permanecido en un segundo plano, uno de los más curiosos es el conocido como los Matamoros de Fuencaliente. De manera muy sucinta, esta tradición recoge la historia del desembarco de unos piratas berberiscos en las costas sureñas de La Palma. Una vez en tierra, los atacantes se dirigieron en busca de botín a los núcleos más próximos. Sin embargo, sus ansias de rapiña se vieron repelidas por algunos vecinos de Fuencaliente. Los naturales, en su defensa, consiguieron rechazar a los invasores y capturar a uno de ellos vivo. El marinero apresado por los fuencalenteros resultó ser un personaje de relieve entre los piratas, y tras algunas negociaciones fue canjeado por una hermosa campana de plata procedente del navío atacante. Una vez en tierra, la campana se instaló en la ermita de San Antonio Abad, único oratorio del lugar; desde entonces, los sonidos de la modesta espadaña anunciaron a los moradores de la demarcación tanto de fiestas como de posibles peligros. A partir de aquella fecha, de igual modo, la familia que opuso la tenaz resistencia al enemigo fue conocida como Los Matamoros.

Piratas

No debe perderse de vista que los piratas norteafricanos eran la variante más temida por la población canaria. A diferencia de los asaltos navales o de los ocasionales episodios de piratería ejecutados por ingleses, franceses u holandeses, el ataque berberisco no sólo conllevaba el saqueo, el robo o el asesinato; además, con frecuencia los isleños eran raptados por las flotas musulmanas y conducidos hasta Salé (Marruecos) o Argel (Argelia), donde permanecían cautivos durante largo tiempo. La única posibilidad entonces de recobrar la libertad era a través del pago de un rescate. Las amenazas a Canarias por parte de estos piratas fueron constantes, y desde 1569 (año en que se datan los primeros ataques africanos al Archipiélago) hasta 1749 (en que los mismos desaparecieron definitivamente), las terribles consecuencias de estas incursiones generaron un pánico generalizado.

Buena prueba de todo ello es el conjunto de topónimos repartidos por el territorio palmero alusivos a estos sucesos: Matamoros (Malpaíses) y Punta del Moro (San Simón), localizados en la ribera de Mazo; y otra Punta del Moro emplazada en la costa de Tijarafe. Tan alto grado alcanzó el miedo a este tipo de atentados que el obispo de las islas, Bartolomé García Ximénez, encomendó el Archipiélago en 1675 a la divina protección de san Fernando rey, victorioso monarca castellano frente a los ejércitos de la media luna en múltiples batallas de la reconquista peninsular y canonizado tan solo ocho años antes (1667). En muy breve intervalo, la práctica totalidad de las parroquias palmenses se surtieron de una efigie de este nuevo santo guerrero, a cuyo amparo específico se dedicaron oraciones y ruegos.

En cuanto a la leyenda palmera de los Matamoros, conviene recordar que desde antiguo se han registrado noticias. El primer autor que asentó una versión de la misma fue Juan Pinto de Guisla (1631-1695). Más tarde, José de Viera y Clavijo (1731-1813) detalló que “ha habido en Foncaliente, lugar de la isla de La Palma, cierta familia llamada de los Mata-Moros, descendientes de una mujer muy varonil. Porque, habiendo entrado los moros por aquel paraje, se puso detrás de una puerta y, con una especie de chuzo, fue haciendo pedazos a cuantos invadieron la casa“. Además, apunta el escritor tinerfeño, que tras este incidente fueron raptadas varias nativas y que de todo ello se sacaron algunos romancillos, lamentablemente hoy en día perdidos. En fecha más reciente, los eruditos locales Pedro J. de las Casas (1856-1927) y Juan B. Lorenzo Rodríguez (1841-1908) reflejaron puntualmente los sucesos de los Matamoros. Lorenzo, quien ofrece una interpretación más próxima a la versión tradicional, afirma acerca de la iglesia de Los Canarios que “parece que estuvo muchos años cubierta de tablas, sin tejas y sin encalar, hasta que unos vecinos de Fuencaliente, en una refriega con unos moros que habían saltado en tierra cogieron uno vivo, después de haber muerto a otros, y, habiéndolo vendido, aplicaron su valor para aderezar la ermita”.

Aunque divergentes en el contenido, tanto las versiones orales como las exposiciones de Viera y Lorenzo no son más que vectores pertenecientes a una misma matriz. Es seguro que los hechos descritos aluden a un incidente real ocurrido en Fuencaliente a finales del siglo XVI. Desde aquella lejana época el relato se mantuvo dentro de la oralidad hasta que un siglo después fue consignado por Pinto de Guisla y el resto de historiadores subsiguientes. De modo paralelo, la narración también pervivió en el seno de la cultura popular, que la adobó de los pertinentes aromas legendarios, preservándola así y garantizando su continuidad hasta el presente.

*Cronista oficial de Santa Cruz de La Palma