Me asombra el asombro. La monarquía siempre ha sido así: un lodazal de mentiras y fingimientos sobre los que levitan los zapatitos de oro de los cuentos infantiles. Como institución política la monarquía -el consenso construido alrededor de la monarquía – se alimenta más de los hermanos Grimm que de cualquier teoría politológica. Respecto al actual jefe del Estado desde hace muchos años se conocen sus inclinaciones cinegéticas, tanto en el terreno de los cuadrúpedos como en de las bípedas, aunque han sido menos difundidas sus silenciosas visitas a capitales impronunciables y a los más golfos entre los Estados del Golfo, sin luz, taquígrafos ni ministros de jornada. El último, o quizás el penúltimo, a Kuwait. No hay explicaciones. No hay información. No hay siquiera posibilidad de preguntar nada.
No diría uno que la monarquía es radicalmente incompatible con la democracia parlamentaria. Pero siempre resulta un cuerpo extraño alojado en su anterior y cuanto más se fortalece la democracia mayor es el riesgo de infección y rechazo. Lo mismo que alimenta imprescindiblemente el relato mágico sobre la monarquía -el privilegio heredado, el oropel protocolario, la pomposa ritualidad, las joyas, brocados, trajes de seda, chaqués, damasquinados, condecoraciones, yates y banquetes- es aquello que termina sublevando a los ciudadanos cuando la fábula se ve contaminada por la realidad. Así que era esto: los enanitos simulan ir a trabajar pero mantienen orgías subterráneas, Blancanieves era una pendona desorejada, el Príncipe se hacía multimillonario con negocios turbios en lo más profundo del bosque. La debilidad de los partidos de izquierda y diezque republicanos durante la Transición les llevó a admitir en la Constitución de 1978, por lo demás, que el jefe del Estado fuera adornado con dos condiciones muy inusuales en las monarquías parlamentarias europeas: su condición de comandante supremo de las Fuerzas Armadas y su soberana irresponsabilidad. Porque, constitucionalmente, el Rey es políticamente irresponsable: la responsabilidad de sus actos y decisiones corresponde a las autoridades gubernamentales que lo refrenden. A los legisladores se les olvidó, al parecer, anticipar la responsabilidad de los actos del jefe del Estado si no los refrenda absolutamente nadie, como es el caso de la última cacería de Don Juan Carlos I en Botswana.
Es muy improbable que se ofrezca la información debida sobre esta última, divertida y escandalosa partida en tierras africanas. La monarquía es alérgica a la transparencia informativa. La dichosa transparencia es una polilla de luz que carcome terciopelos y torna aguachirlesca la sangre azul. Como Dorian Gray cada rey tiene escondido en un sótano su lamentable retrato moral. Cuando el sótano se convierte en pinacoteca el cuento ha quedado definitivamente roto.