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Silencio y buena administración > Jaime Rodríguez-Arana

Estos días, con ocasión del proyecto de ley de transparencia, vuelve al candelero el siempre polémico y espinoso tema del silencio de la Administración. Un tema que en el siglo XXI, con una Administración que dispone de los medios personales y materiales actuales, debe reconducirse a través del derecho a la buena administración. Un derecho fundamental de todo ciudadano que implica el derecho de toda persona a que la Administración resuelva expresamente y en plazo sobre sus peticiones. Es decir, como regla general, todas las solicitudes o peticiones de los ciudadanos a la Administración deben ser contestadas por ésta, en el sentido que sea procedente. Dar la callada por respuesta no es congruente con el derecho a una buena administración que, tras la carta de derechos fundamentales de la Unión Europea, asiste a todo ciudadano. Hace muchos años, Garrido Falla, una gran administrativista español, decía que el silencio administrativo era una patología que había que tratar convenientemente para su curación. El silencio de la Administración tenía sentido cuando la jurisdicción contencioso administrativa, la que controla jurídicamente a la Administración, era una jurisdicción que precisaba un pronunciamiento administrativo, un acto administrativo para ser más exactos. Cuando ésta callaba se presumía que se producía una denegación de manera que el ciudadano afectado pudiera acudir a la jurisdicción para reclamar el contenido de su solicitud.

Afortunadamente, la jurisdicción contencioso administrativa ahora, tras la Constitución de 1978, es plena y no hace falta un acto concreto, sea expreso o presunto, porque se pueden juzgar inactividades, omisiones y vías de hecho. Es decir, se puede demandar a la Administración por inactividad u omisión. De esta manera, con la nueva naturaleza de la jurisdicción contencioso administrativa, superadora de la mera revisión de actos, el silencio administrativo, que siempre es inactividad, se puede denunciar ante los tribunales o jueces administrativos. Hoy, además de esta consideración procesal, vigente en los países más avanzados, resulta que ha ido calando el carácter central del ciudadano en relación con la Administración pública. En efecto, el ciudadano ya no es un sujeto inerme que se limita a recibir bienes y servicios públicos sin más. Ahora es protagonista y un actor principal precisamente porque con sus impuestos paga y mantiene las estructuras públicas y a quienes en ellas laboran. El soberano es el ciudadano. Los dirigentes son administradores o gestores del interés general, del que deben dar cuenta, que son los ciudadanos. En este marco, es lógico que el derecho a una buena administración sea un derecho fundamental que traiga consigo, como corolario necesario, el derecho de todo ser humano a recibir una respuesta expresa y en plazo a las peticiones que realice a la Administración, sea en el sentido que sea. Mantener en los tiempos que corren el silencio de la Administración como posibilidad ante los reclamos del pueblo es, sencillamente, un paso atrás que no se corresponde con la función de servicio objetivo a los intereses generales que el artículo 103 de la Constitución exige a la Administración pública. El derecho a una buena administración se corresponde con la obligación de toda Administración a responder en plazo ante las solicitudes que le presenten los ciudadanos. Si no puede por falta de medios personales o porque se haya producido una avalancha inesperada de trabajo que rompe el ritmo ordinario de las tareas de alguna oficina pública, la Administración siempre puede, por resolución justificada, ampliar el plazo, pero nunca callar. ¿Es tanto pedir a la Administración que cuando un ciudadano solicite alguna información se le conteste en plazo, a los tres meses? ¿Por qué de nuevo volvemos al silencio administrativo una vez que la jurisdicción contencioso administrativa es plena?

*Catedrático de Derecho Administrativo / jra@udc.es