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“A mi abuela no la dejaban ni comer; siempre venían a consultarla”

El mismo año en que el Cabildo de Tenerife le concedió la Medalla de Plata de la Isla, el Ayuntamiento de La Victoria le puso el nombre de Adela Hernández a una calle de la localidad perpendicular a la de Santo Domingo y próxima a su vivienda, en la que hoy viven su hija y nietos. / MOISÉS PÉREZ


GABRIELA GULESSERIAN | La Victoria de Acentejo

Comenzó a modelar el barro a los ocho años hasta convertirse en una alfarera que alcanzó prestigio internacional. Adela Hernández, o Adela Brito, como la conocían en el barrio, tiene en La Victoria de Acentejo una calle con su nombre, muy cerca del que era su domicilio, en el que actualmente viven su hija, Nieves, y algunos de sus nietos, María del Rosario, Rufina y Silvestre.

Han sido ellos quienes en la vivienda, ubicada en la calle La Matosa, han conservado dos habitaciones con un gran número de utensilios y herramientas que fabricó su abuela, además de fotos y los honores que recibió, como la Medalla de Plata de Tenerife, concedida en 1986 por el Cabildo insular.

Braseros, tallas para el agua, tostador de millo, tazas, platos, ollas y calderos, sumados a vasijas que se utilizaban para darle de comer a gallinas y conejos, se encuentran en el mismo estado que la artesana los dejó.

Pasión artesana

María del Rosario Hernández Padrón, nieta de la artesana, heredó de ella su pasión por la alfarería. Cuenta que todo lo aprendió de su abuela, que no utilizaba ninguna técnica, sólo el arte de modelar una pieza con sus manos. Recuerda que Adela comenzaba a trabajar muy temprano. Descansaba un rato, y después volvía. Y así hasta la noche. “Cuando la dejaban, claro, porque a veces no podía ni comer, venían siempre a consultarla, sobre todo, desde la universidad”, cuenta orgullosa María del Rosario. “Si es que de buena, era boba, porque nunca decía que no”, bromea.

También dice que contaba con la ayuda de su familia. “Mi madre, por ejemplo, le traía el barro que buscaba por debajo de la autopista”, mientras que los pequeños contribuían a llevar las piezas hasta el horno de barro, que aún hoy se conserva, y que luego Adela acomodaba cuidadosamente. Es el mismo que utiliza su nieta para cocer las piezas que luego vende en su puesto en el Mercadillo del Agricultor de La Matanza.

Rememora que en vísperas del Día de Canarias, los colegios de la zona le encargaban a su abuela los boliches para jugar. Lo mismo ocurría con parte del ajuar de las jóvenes del pueblo que se iban a casar. “Y como ella no les cobraba, luego le traían papas, vino, millo y castañas”, apunta.

Hasta el momento de su fallecimiento, en 1990, venían desde la Península a comprar sus artesanías, que nunca dejó de hacer pese a que en ocasiones no le reportaba demasiados beneficios económicos y sí mucho trabajo. Sobre todo, cuando sus hijos eran pequeños y requerían de sus cuidados, aunque en ocasiones se veía obligada a dejarlos con su hermana Polonia y, más adelante, a cargo de su hija mayor, Rufina, para poder salir a vender. Años después, en la década de los 60, su arte en el manejo del barro trascendió las fronteras del Archipiélago, llegando a considerarse, incluso en la Península y en Alemania, como la más importante alfarera de todos los tiempos. Hubo vendedores que aguardaban desde primeras horas de la mañana para hacerse con las piezas de barro de Adela. Su familia no ha querido borrar su gran labor. Por eso, más allá de tener una sala en el Museo Etnográfico de Tenerife, le han querido levantar el suyo particular. Y para eso, nada mejor que hacerlo en su propia casa.