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Baltassare Cossa > Luis Ortega

El 29 de mayo de 1414, Juan XXIII fue depuesto por el Concilio de Constanza, acusado de delitos y pecados vergonzantes, forzado por el emperador Segismundo, “rey de romanos” y, desde el día siguiente Baltassare Cossa (1370-1419) inició un cautiverio de cuatro años que sirvió para acabar con el cisma que, durante cinco años, provocó la presencia simultánea de tres papas. Procedente de una adinerada familia, dejó la carrera militar en búsqueda directa de la Silla de Pedro. Fue cardenal a principios del siglo XV, con un sumo pontífice en Roma -Gregorio XII- y otro en Avignon, donde se trasladó temporalmente la Santa Sede, Cossa y otros siete purpurados acordaron la deposición de ambos en una convención en Pisa. No dimitió ninguno y se añadió al trío Alejandro V, que apenas duró un año; el ambicioso florentino le sucedió y, desde el primer momento, buscó alianzas y apoyos políticos, intervino en la disputa de Nápoles, a favor de Luis de Anjou, con el que atacó la ciudad sureña con un poderoso ejército que derrotó a las fuerzas de Ladislao en la Batalla de Roccasecca y, después, se alió con el vencido. Entre sus manejos políticos y la urgencia de la unidad de la Iglesia, Segismundo apostó por un hombre templado, “menos proclive a los asuntos materiales que Juan XXIII -que fue el nombre que adoptó para un breve papado de apenas un lustro-. Empeñado en una política de acercamiento y conciliación, Martino V perdonó al ambicioso prelado y lo premio con el arzobispado de Frascati en 1419, cargo que disfrutó apenas unos meses por su repentina muerte al borde del medio siglo. Algunos historiadores sugieren que fue el Juan número vigésimo segundo (al parecer no hay constancia del número XX) un nombre maldito durante quinientos años que, sólo un personaje de la talla de Angelo Roncalli, se atrevió a reivindicar y usar. Juan XXIII, el Papa Bueno, pasó a la historia por muchos y sólidos motivos; Juan XXIII, el antipapa, pasó con el perdón de la Santa Sede y por su espléndido mausoleo, el único que se conserva en el Baptisterio florentino, junto a la seo de Santa María de Fiore, una obra conjunta de Donatello y Michelozzo, dividido en tres cuerpos y utilizando todos los recursos de la escultura, que no sólo consagra el triunfo renacentista, sino que constituye uno de sus mejores monumentos.