JOSÉ LUIS CÁMARA | Santa Cruz de Tenerife
Juan José Polo Carbayo descansa desde el sábado en la montaña más alta del planeta, un lugar sagrado para los tibetanos y el sueño de todo montañero que se precie. El médico salmantino, criado en Mataró y afincado en Tenerife, comparte espacio con más de dos centenares de cadáveres, que quedaron para siempre en el singular cementerio en que se ha convertido en los últimos años el Everest.
No en vano, sólo en 2012 se ha contabilizado ya una decena de accidentes mortales en la mítica montaña, la mitad de ellos en la denominada zona muerta. Por ella, como si de un macabro peaje se tratara, deben pasar todos aquellos que buscan la gloria de los 8.848 metros.
Allí arriba, muy cerca del firmamento, las temperaturas se sitúan entre los 30 y 60 grados bajo cero, y el viento es tan fuerte que puede mover las rocas. Como explicó a este periódico Rishi Ram Bhandari, manager director de la empresa contratada por Juanjo Polo -Snowy Horizon Treks and Expedition-, “para atacar la cima se sale de madrugada del campamento 4 (situado a unos 7.800 metros) y se tardan entre 10 y 12 horas en ascender los 1.000 metros restantes, que hay que cubrir como máximo antes de las dos de la tarde, ya que si se llega más tarde se corre el riesgo de perecer al frío de la noche o caer por la ladera al descender”.
Son esos últimos 850 metros hasta la cima donde se encuentra la referida zona muerta, un lugar donde la aclimatación es imposible y el oxígeno no se puede reemplazar tan rápido como se consume. “Por eso, si no se utiliza bombona, el cuerpo se va degradando lentamente hasta un punto de no retorno”, agrega el montañero nepalí, que ha dirigido muchas expediciones en el Himalaya al Annapurna, Tang Lang y el propio Monte Everest.
Hasta allí viajó hace más de dos meses Juanjo Polo, que realizó el obligado proceso de adaptación en la cordillera tibetana, desde el campo base -situado a 5.600 metros- hasta la misma cumbre, que holló junto a otras seis personas.
Por el camino, Polo Carbayo se fue encontrando con los restos momificados de muchos que, a diferencia de él, no lograron el milagro de llegar a la cima. Uno de los más conocidos es el saludador, a quien la muerte dejó un gesto de bienvenida. Otros cuerpos, como el de la japonesa Shiroko Ota, aún cuelgan de la cuerda que debió ayudarles en el descenso. Sus restos son como la lápida que recuerda la trágica temporada de 1996, donde fallecieron 15 personas. Ocho de ellas, pertenecientes a tres expediciones distintas, murieron el día 10 de mayo debido a una tormenta, que convirtió el Everest en un infierno de nieve. Apenas un mes después, y a pesar de que la primavera es la época más benigna para buscar la cumbre, otras cuatro personas murieron como consecuencia de la lesiones producidas aquel día.
Pese a todo, como recuerda en sus crónicas el montañero y periodista madrileño César Pérez de Tudela, “el afán de la aventura se esconde en el fondo del alma. La vida es un misterio, y poco razonables los motivos que alegan quienes se aventuran en los peligros de las altas montañas del Tíbet”.
Pérez de Tudela, académico de la Real Academia de Doctores de España y socio de honor de la Sociedad Geográfica Española, sufrió un infarto en la cumbre nepalí en 1992, a la que regresó sin éxito años después. Según relató él mismo, tuvo varias noches de extraños sueños y de problemas respiratorios. “La asfixia me asustaba, pero los sueños inconexos, constantes y luminosos eran todavía más insoportables, hasta el punto de que abandoné la expedición”.
Su instinto le avisó de que el Everest no le daría una segunda oportunidad; que lo atraparía para siempre junto a otros muchos héroes anónimos que, como Juanjo Polo, descansan en aquel cementerio al pie del cielo.