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Creo que fue Rafael Sánchez Ferlosio quien se excusó ante sus habituales contertulios (del Café Gijón o del Gambrinus) por no haber acudido allí el día anterior, explicando que el motivo había sido que su hija había cometido su primera teofagia; y no puede uno por menos de recordar tal irreverente justificación (pertenezca a este literato o a otro escéptico transgresor de similar calaña) ante estas fechas -de finales de Primavera- que vivimos, pletóricas de reiteradas celebraciones de Primeras Comuniones, en una tradición social en la que cada vez le da a uno más la impresión de que prevalece progresivamente el atavismo social, sobre la fe religiosa, de similar manera a lo que sucede con la Semana Santa sevillana, donde una buena parte de los miembros de las encapuchadas cofradías (que salen -en esos días- en entusiastas procesiones) apenas son creyentes, sino fanáticos radicales de sus respectivas imágenes, como pudieran serlo de un equipo de fútbol, de un torero o de una murga carnavalera.

Desde esta perspectiva social, no deja de resultar significativo que el lenguaje (que -por fortuna- nunca es inocente) sea el principal indicador de la radical ruptura que se ha producido en este país entre la sociedad civil y la religión; porque no resulta casual -ni muchísimo menos- que, desde hace muchos años, los niños (y también sus padres) se refieran a tal ceremonia como “Comunión”, en lugar de la clásica denominación “Primera Comunión”, utilizada en mi infancia; porque la economía lingüística determina que el ordinal previo resulta innecesario, puesto que la práctica totalidad de los infantiles comulgantes jamás volverán a ingurgitar una Hostia consagrada en toda su vida: Primera Comunión y también Última, por lo cual la numeración resultaría innecesariamente superflua.

Tal vez la hipocresía de una sociedad -como la española- tan sólo nominativamente católica, haya condicionado -de manera sustancial- la perpetuación rutinaria de un rito sacramental que carece ya (salvo honrosas y respetables excepciones) de otra significación que el convencionalismo festivo más epidérmico; de tal manera que no puede uno por menos de recordar que -hace ya muchos años-, un amigo me invitó a la (Primera) Comunión de su hija, pidiéndome que el mejor regalo que le podía hacer era escribirle un soneto, del que aún recuerdo el epifonémico terceto final, que concluía: “… mas debes recordar / que la Hostia que hoy recibes sólo es / el aviso de que en tu madurez / muchísimas más hostias te han de dar”.