Bueno. La gente se muere. Y como los periodistas somos gente, pues nos morimos igual. Como se ha muerto esa buena gente que era César Fernández Trujillo. Y antes de él Gilberto. Y antes Chela. Y antes Paco Cansino… Tantos compañeros que se han perdido el ocaso de una profesión y su función social.
Yo lo de la función social lo flipo. Todos en sociedad cumplen una función. Hasta los que desatascan pozos negros. Siempre había creído que trabajaba en esto por ganarme la vida. Ahora resulta que el periodismo es una cosa esencial para la democracia (yo más bien pensaba que era al revés). Como una especie de sacerdocio informativo. A toda esa gente que se fue, se me olvidó preguntarles por qué eran periodistas. Probablemente porque no habrían podido ser otra cosa. Esto lo tienes o no lo tienes. Se pueden enseñar los rudimentos de un oficio y el marco técnico de la edición digital de un diario o una televisión, pero difícilmente le puedes transmitir a alguien inquietud por saber, curiosidad por preguntar y sentido común para deducir.
Nunca hemos tenido tanta comunicación y tan poco periodismo. Hoy es fácil encontrar en cualquier sitio personajes que vomitan críticas como el que echa una pota cotidiana. Hablamos el lunes de la energía atómica y el martes de las prospecciones petrolíferas. El vértigo de las cosas, que pasan tan rápido, nos hace viajar sin reposo de unos lugares a otros con un equipaje más bien pobre. No hay reposo ni sosiego. No hay calma para analizar, para aprender y transmitir lo aprendido. Es un territorio fértil para que el oportunismo y la demagogia disfracen su falta de solvencia en el ruido mediático que hace que todo sea efímero, superficial y vertiginoso.
Aquellos viejos periodistas eran otra cosa. Tenía menos prisa y estaban menos urgidos por la necesidad de epatar al personal con un discurso electrizante. Pese a ello, se colaron por las rendijas de la dictablanda para contarnos algunas cosas que lindaban peligrosamente con la desafección del régimen, nos relataron con pelos y señales la fontanería de la transición y reflejaron el atrabancado tránsito a la democracia.
En una época de comunicadores proféticos y opinadores eléctricos, echo de menos la sabia prudencia y la eficiente ironía con que nos contaban la vida la gente que se va. Esa generación que no insultaba tan fácilmente y que consideraba el periodismo como un oficio paciente. Nos extinguimos. Pero más cuando ellos se van.
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