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La mayoría > Alfonso González Jerez

La oposición política, intelectual y mediática al suicidio económico que implementa el Gobierno -y que será aprovechado para desarrollar toda una agenda de privatizaciones en y de los servicios públicos- puede parecer muy amplia, pero no lo es. Ocurre algo parecido con el usuario del Twitter o el Facebook que, en su uso de las redes sociales, solo encuentra opiniones y juicios similares a los suyos, sin reparar quizás en que tanto a sus amigos virtuales como a las voces que sigue los ha elegido él mismo. Parece que está uno en medio de una revolución germinal y rodeado de almas bellas aunque chillonas y en realidad está encerrado en una suerte de bareto electrónico donde van a parar todos los que beben tu misma marca de whisky. Allá afuera está el resto del mundo. Y el resto del mundo está atemorizado, irritado, cabreado o francamente molesto al menos, pero en absoluto pertenece a tu parroquia.

Mucha gente que se considera apuntado a la izquierda considera que la economía no es más que un constructo ideológico. Una suerte de festón de cifras y gráficos o, todo lo más, un instrumento técnico auxiliar que puede justificar cualquier acción humana. Se niegan a considerar la economía como una ciencia social basada en la observación y el conocimiento y capaz de articular predicciones. Uno los oye reclamar (ahora mismo) una renta de emergencia para cada familia desempleada a cargo del Estado y se queda atónito. Creen sincera, ardientemente que basta con una límpida y justiciera voluntad política y luego los economistas extraerán de sus parvos manguitos la fórmula para hacer posible su antojo bienhechor. Y, sin embargo, peor consideración merecen aquellos a los que la gente -los sufrimientos, las angustias, las indignidades que padece la gente en una crisis apocalíptica cuya responsabilidad obscenamente se insiste en atribuirles- les importa un carajo. A los ilusos quizás les exima su doliente solidaridad, pero a esta caterva de indeseables, alicatados de doctorados y masters, que insisten en documentar la perentoria necesidad de reducir los sueldos, apoyar el despedido gratuito, menoscabar las prestaciones sanitarias, sabotear la educación pública o transformar la Universidad en un club elitista no se les puede perdonar. Son los que realmente, desde el punto de vista de la logística de la difusión de mensajes y la proyección de contenidos ideológicos, disfrutan de una posición de ventaja en este país y en la mayoría de los países. La gente que, con una sonrisa y un gráfico, están dispuestos a santificar con sus nuevos latines una mutación histórica, regimental, económica que conseguirán que la mayoría viva mucho peor y quieren convencernos, miserablemente, de que nos lo merecemos y que las protestas son pataletas de príncipes destronados. Sobre todo son alérgicos al debate público y a la participación de los ciudadanos en el mismo. Son los que creen que ya se habló democráticamente el pasado noviembre y que no hay nada más que decir hasta el año 2015 mientras asesoran a ministerios y agencias para que en 2015 -y más que nunca- no haya nada sustancial sobre lo que decidir.