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Alumnos > Domingo-Luis Hernández

Dije que un escritor del que habíamos hablado hasta el delirio en las clases infirió que los espejos y la cópula son abominables porque multiplican el número de los hombres. Y recordé que un amigo mío, Rafael Humberto Moreno-Durán, tristemente desaparecido, le adjudicó la frase (con picardía) a Adolfo Bioy-Casares, en un programa de la televisión colombiana que se llamó El halcón peregrino. Bioy se defendió de este modo: “cosas de Borges, malévolo algunas veces y exagerado, porque a mí los espejos me fascinan y la cópula no digamos”. Es decir, dos posiciones ante el mundo de los hombres: una, el temor al tiempo y otra, la responsabilidad, e incluso la temeridad, ante el tiempo. Algunos hemos tenido el atrevimiento de procrearnos, de tener hijos, frente al pesimista Borges. Y eso nos concede un valor: que somos padres. Y los que nos dedicamos a una profesión como la enseñanza multiplicamos la paternidad casi hasta el infinito.

Por eso me prodigué en referir esa figura del padre. Les comenté que tres prototipos principales era previsible recordar esa noche. El primero asemeja esa función a la del Dios cruel. Tal cosa da con el amo que estudió Jacques Lacan. Y tal registro señala una postura que algunos magnifican en la universidad. La respuesta de los hijos ante semejante manejo es inequívoca: el parricidio. La segunda cuestión es la contraria: dejar hacer, dejar pasar. Insolvente. La tercera es aquella con la que debemos operar: padre-modelo, que analizó Freud. Modelo de autoridad, modelo de valores, modelo de experiencia… De donde, es seguro que todo hijo matará al padre. En este caso no por el odio acumulado, sino por lo categórico: superar, o lo que es lo mismo, ningún hijo es igual al padre. Recordé a mi padre en ese discurso de final de carrera, en el salón de actos de la Facultad ante sus amigos y sus familiares; recordé que mi padre me dijo cuando cumplí dieciocho años lo siguiente: “si quieres ser un hombre libre, hay dos cosas que no puedes vender: el voto y la dignidad”. Mi padre era un modelo, porque no se impuso ni usó la crueldad. Siempre manifestó su compromiso, su libre compromiso, y por eso fue el que fue. De ahí que se arrogara el derecho a aleccionarme sobre lo que no debía ser, si no quería cagar con las consecuencias.

Hay algo por lo que los hombres debemos luchar, les dije: la libertad. Libertad política a la que todos tenemos derecho, más allá de la panoplia de la Angela Merkel y de su democracia tutelada; personal, porque la libertad personal es ineludible.

Me precisé como padre, pues, en aquel lugar y les dije que en ese día festejábamos con alborozo el principio del final. Pero que andaran con cuidado: el final del principio. Les espera la calle. Y en la calle no hay exámenes más o menos, fichas de poco ver, trabajos bajados de internet…

En la calle se encontrarán con un mundo siniestro en el que todo es espectáculo, en el que no se compra lo sublime que alguna vez vimos en clase, se vende lo impúdico y lo íntimo. Se verán acosados por información indiscriminada en pos de reprimir y de someter. ¿Qué oponer? Firmeza ética, firmeza moral y solvencia.

La universidad no puede ser el sustento de los amos. Si por algo ha de salvarse la universidad es por aquello que mostró el sabio en su lucha por los deprimidos de África. Si le doy un pescado a un indigente, matará el hambre un día, comentó; si le doy una caña y lo enseño a pescar acaso coma muchos días de la semana. Es posible que por nuestra condición de enseñantes se nos convenza de la absurda patraña de ser supremos. Fracaso. Porque lo único que recordarán los alumnos es que hemos afrontado en la universidad lo privativo y excepcional de esta historia: enseñarlos a aprender y mostrarles los códigos de la honestidad.

La última generación de Filología se despidió de las aulas de la ULL. La última, quedó claro. Porque la Filología que conocíamos hasta ahora murió, la mataron en pos de las conveniencias, de la utilidad y de eso que se encontrarán en el camino que han de recorrer desde ahora: la facilidad, la frivolidad, la estupidez, la minora del pensar, del reflexionar en tanto se nos obliga a ser pensados. Y ello en razón de que esta sociedad que nos ahoga no está dispuesta a reconocer los fundamentos, las cualidades, la solvencia sino a imponer el menoscabo, el provecho y la indecencia.

Eso nos queda, pese a los reiterados deseos de felicidad y de futuro con los que nos prodigamos ante chicas y chicos tan extraordinarios.