Esto no se cobra>

El cuento> Cristina García Maffiotte

El funcionario miró su mesa. El fleje de papeles y expedientes que hace no tantos años le habían provocado una baja por estrés había casi desaparecido hasta convertirse en una minúscula tonga en una esquinita de su mesa. Con la certeza de saber que esa mesa suya era el reflejo, la imagen perfecta, que retrataba la actual crisis decidió acabar con todo. Abrió uno a uno los expedientes, envió correos electrónicos a los particulares para pedirles la documentación que les faltaba, firmo facturas y dio visto bueno a algunas licencias. Con el tocho bajo el brazo fue a la mesa de su jefe. “Acabo de dejar la mesa limpia”, aquí lo tienes todo. “Bien”, le respondió su superior, “déjalo ahí encima que ya le echaré un ojo esta semana”. “No, hazlo ahora; vamos a vaciar también tu mesa, vamos a ver qué pasa si todos hacemos lo mismo”. “¿Que qué pasa? Pues que vamos a estar los próximos meses con los brazo cruzados”, le echó en cara su superior. “Hagamos la prueba, total, ya estamos con los brazos cruzados”.

Y resultó que esos expedientes de obras, de pago, de licencias de apertura, que llevaban semanas rulando de mesa en mesa salieron a la calle. Uno permitió un contrato a tiempo parcial; no mucho, la verdad. Pero suficiente para que el beneficiado pudiera pagar lo que debía en la tienda de la esquina y ponerse al día, en unos pocos meses, con el pago de la hipoteca.

Otro expediente, un pago a proveedores, impidió un despido y logró que la plantilla de una pequeña empresa se pusiera al día con las nóminas, unas nóminas que además de tapar los agujeros de las deudas contraías por ese retraso, permitieron, también, gracias a la euforia del cobro, alegrar el mes a varios comercios de la zona. No era mucho; zapatos, unos libros, un par de camisas y alguna cena. Pequeñas compras que ese mes hicieron que los números rojos de esos establecimientos se acercan un poco al color negro.

Otro expediente, una licencia de obras para arreglar una fachada, dio muchos más frutos. Lo suficiente para que tres familias pudieran vivir con cierta dignidad seis meses y, lo mejor de todo, crear la esperanza de que es posible salir del agujero de paro para tres personas que pudieron reencontrarse con la olvidada sensación de ser útiles; de dejar de ser una carga. Y sucedió que la tienda que abrió no le fue mal. Contrató a otra persona y, al poco, volvió a solicitar una licencia de apertura para otro establecimiento en la otra punta de la ciudad. Y el proveedor tuvo que seguir despidiendo gente pero no cerró, y con el tiempo, volvió a aparecer en la mesa del funcionario. Esta vez para solicitar una licencia de ocupación de dominio público; un acto en la calle encargado por un privado que llenó la zona centro de la ciudad de gente; gente que compró, comió y bebió en los establecimientos del centro. Nadie se hizo rico, pero el dinero cambió de manos y, sobre todo, por unas horas, la ciudad se olvidó de la crisis. Y los tres empleos duraron más de tres meses. El edificio de enfrente también se renovó y contrató a la misma empresa que, nuevamente, acabó con otro expediente en la mesa del funcionario. Y así, poco a poco, con una obra más, una tienda más, un pago hecho en tiempo la situación se fue normalizando y llegaron más expedientes a la mesa del funcionario que vio cómo, de repente, volvió a agobiarse al ver la mesa llena.

Y sí, es el cuento de la lechera, pero, vivimos en un país en un país de cuento en el que un rey anciano y con corona caza elefantes en tierras muy muy lejanas y donde una ministra de Trabajo le pide ayuda a una virgen para que acabe con el paro así que hay veces en las que la realidad puede superar a la fantasía ¿o no?